"... tres sepulturas. Estaban recién excavadas pues aún se veían huellas de pisadas..."
Capítulo I: La amenaza
(Fragmento)
- Yo soy el hombre que sabía demasiado -dijo después
de una pausa-. Y no hay constancia de que el sacerdote del templo haya sido
siempre un creyente muy devoto. Como quiera que sea, esto se aparta de la
cuestión. Lo que me interesa son las causas que se esconden detrás de estas
supersticiones. ¿Cómo nació la superstición? ¿Qué es lo que le dio impulso, de
modo que los ingenuos pudieran creer en ella? Por ejemplo: hablamos de la
leyenda de los vampiros. Ahora es una creencia que prevalece en tierras
eslavas. ¿De acuerdo? Alcanzó firme arraigo en Europa cuando, proveniente de
Hungría, la barrió como una ráfaga entre 1730 y 1735. Bien, ¿cómo obtuvo
Hungría la prueba de que los muertos podían abandonar sus ataúdes y flotar en
el aire en forma de briznas de paja o pelusa hasta adoptar la forma humana para
el ataque?
- ¿Hubo tal prueba? -preguntó Burnaby. Grimaud se encogió de hombros
con un amplio ademán.
- Desenterraron cadáveres de los cementerios. Encontraron
algunos en posiciones retorcidas, con sangre en la cara, manos y mortajas. Ésa
fue su prueba… Pero ¿por qué no habían de encontrarse con eso? Aquéllos fueron
años de peste. Piensen ustedes en todos los pobres diablos que fueron
enterrados vivos tomándolos por muertos. Piensen en cómo habrán luchado por
salir del ataúd antes de morir de verdad. ¿Comprenden, señores? Esto es lo que
entiendo por causas que se esconden detrás de las supersticiones. Esto es lo
que me interesa.
- También a mí me interesa -dijo una nueva voz.
Capítulo IX: La tumba que se abre
(Fragmentos)
- Vea usted: le diré sinceramente, si le sirve de
ayuda, que más vale que abandone esta idea. No sé cómo se ha enterado usted del
asunto. Él tenía dos hermanos, y ambos habían estado en la cárcel -volvió a
sonreír-. No fue por nada terrible: los pusieron presos por cosas de política.
Me figuro que la mitad de los jóvenes luchadores de aquel tiempo habrán estado
mezclados en lo mismo… Olvide a los dos hermanos. Ambos están muertos desde
hace muchos años.
Reinaba tal silencio en la habitación, que Rampole oyó el
último chisporroteo del fuego que se extinguía y el resollar de Fell, que tenía
los ojos cerrados. Hadley miró al doctor. Luego, fijamente y a los ojos, a
Drayman, como si este último tuviese la vista sana.
- ¿Cómo lo sabe
usted?
- Grimaud me lo contó -respondió Drayman, recalcando el nombre-. Además,
todos los periódicos, desde Budapest hasta Brasso, lo anunciaron con grandes
títulos cuando ocurrió. Puede usted verificarlo fácilmente -hablaba con
sencillez-. Murieron de peste bubónica.
(…)
- Debo insistir en esa suerte de atmósfera novelesca
porque, además de ajustarse a mi temperamento, permitirá ver claras muchas
cosas. Yo estaba en la romántica edad byroniana, inflamado por ideas de
libertad política. Iba a caballo en lugar de marchar a pie porque pensaba que
así parecía más importante; hasta me complacía en llevar una pistola para ser
usada contra imaginarios bandidos y un rosario como talismán contra los
fantasmas. Si bien no se veían bandidos ni fantasmas, todo hacía pensar en que
los había. Más de una vez me asustó la presencia imaginaria de unos y otros.
Había una especie de salvajez y oscuridad dignas de un cuento de hadas en
aquellos fríos bosques y desfiladeros. Hasta en los trechos cultivados se
percibía algo extraño. Transilvania, como usted sabrá, está rodeada de montañas
por tres de sus lados. Un inglés queda asombrado al ver trepar un campo de
centeno o una viña por la empinada ladera de una alta montaña. También le
resultan raros los trajes verdes y amarillos, las posadas impregnadas de olor a
ajo y, en los lugares más desiertos, las colinas de sal pura.
«Así, pues, yo
avanzaba por un camino tortuoso de la parte menos habitada, bajo la amenaza de
una fuerte tormenta y sin posibilidades de hallar ninguna posada en kilómetros
a la redonda. Las gentes decían que el diablo acechaba allí detrás de cada
matorral, y yo estaba sobrecogido de pavor; aunque tenía también motivos más
fundados para estar aterrorizado. Después de un verano muy caluroso se había
declarado una epidemia de peste que, a pesar del intenso frío reinante, se
cernía en la atmósfera como una nube de mosquitos. En la última aldea que había
atravesado -no recuerdo el nombre— me habían dicho que hacía estragos en las
minas de sal de las montañas. Pero yo esperaba encontrarme con un amigo mío,
turista también, en Tradj. Tenía asimismo deseos de visitar la prisión, que
había recibido su nombre de las siete colinas blancas, semejantes a una baja
cordillera, que la cercaban por detrás. Resolví, por lo tanto, proseguir mi
camino.
»Me daba cuenta de que debía estar aproximándome a la prisión, porque ya
podía distinguir las blancas colinas delante de mí. Mas, cuando había
oscurecido hasta el punto de no poderse distinguir casi nada, y cuando el
viento parecía destrozar los árboles del camino, pasé junto a un lugar donde se
alzaban tres sepulturas. Estaban recién excavadas, pues aún se veían huellas de
pisadas alrededor de ellas, pero no había gente por ninguna parte».
John Dickson Carr (Estados Unidos, 1906-1977).
En la prolífica obra de John Dickson Carter son constantes las referencias a las epidemias -de cólera o peste-. Por ejemplo, en Nido de brujas, también traducida como El rincón de la bruja (The Hag's Nook, 1932), su protagonista, el doctor Gideon Fell, pregunta el motivo que provocó el abandono de la antigua prisión de Chatterham, y recibe como respuesta: "Fue el cólera, por supuesto; el cólera y algo más." Su novela La mansión de la muerte también es conocida como La mansión de la peste, que sería un título un poco más apegado al original en inglés (The Plague Court Murders, 1934). He optado por El hombre hueco (The Hollow Man, 1935), también conocida como Los tres ataúdes, por su atmósfera vampírica.
Jules Etienne
Es posible la lectura de la novela íntegra, El hombre hueco, en Libros de Mario.
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