"La peste, procedente de Oriente, entró en Alemania (…) apagando la vela del sabio sentado entre sus libros..."
(Fragmento del capítulo Los Fugger de Colonia)
El año 1549 se inició con unas lluvias que asolaron
los sembrados de los hortelanos; la crecida del Rin inundó los sótanos, en
donde manzanas y barriles medio vacíos flotaban en el agua gris. En mayo, las
fresas aún verdes se pudrieron en el bosque y las cerezas en los huertos.
Martin mandó distribuir sopa a los pobres bajo los portales de Saint-Géréon; la
caridad cristiana y el miedo a los motines inspiraron esa especie de limosnas a
los burgueses. Pero estos males no fueron más que los precursores de otras
calamidades mucho más terribles. La peste, procedente de Oriente, entró en
Alemania por Bohemia. Viajaba sin apresurarse, al toque de las campanas, como
una emperatriz. Inclinada sobre el vaso del bebedor, apagando la vela del sabio
sentado entre sus libros, ayudando a misa junto al sacerdote, escondida como
una pulga en la camisa de las mujeres de vida alegre, la peste aportaba a la
vida de todos un elemento de insólita igualdad, un áspero y peligroso fermento
de aventura. Las campanas que tocaban a muerto difundían por el aire un
insistente rumor de fiesta negra: los papanatas que se reunían en torno
campanarios no se cansaban de mirar, allá en lo alto, la silueta del hombre que
las hacía sonar, tan pronto encuclillas como colgado con todo su peso del enorme
badajo. Las iglesias no paraban de trabajar; las tabernas, tampoco.
Martin se
atrincheró en su despacho como lo hubiera hecho ante la visita de unos
ladrones. Afirmaba que el mejor profiláctico consistía en beber moderadamente
un johannisberg de buena cosecha, evitar el contacto de las rameras y de los
compañeros de taberna, no respirar el olor de las calles y, sobre todo,
procurar no informarse del número de víctimas. Johanna continuaba yendo al
mercado o bajando a tirar la basura; su cara surcada de cicatrices y su jerga
extranjera le habían atraído desde siempre la antipatía de las vecinas. En
aquellos días nefastos, la desconfianza se convertía en franco odio y, cuando
ella pasaba, las gentes hablaban de sembradoras de peste y de brujas. Lo confesara
o no, la vieja criada se alegraba en secreto de la llegada del azote de Dios;
su terrible alegría se le leía en la cara; pese a encargarse a la cabecera de
Salomé, que estaba muy grave, de las tareas más peligrosas y a las que se
negaban las demás sirvientas, su ama la rechazaba gimiendo, como si la criada,
en vez de un jarro, llevara en la mano una guadaña y un reloj de arena.
Al
tercer día, Johanna no reapareció a la cabecera de la enferma y fue Bénédicte
quien se encargó de darle las medicinas y de poner entre sus manos el rosario
que se le caía continuamente. Bénédicte quería a su madre o más bien ignoraba
que pudiera no amarla. Pero había sufrido con su beatería tonta y ramplona, con
sus cacareos de cuarto de recién parida, con sus alegrías de nodriza que se
complace en recordar a sus niños ya crecidos la época de los balbuceos, del
orinal y de los pañales. Sentía vergüenza por la irritación inconfesable que
tantas veces había sentido, y ello aumentó su celo de enfermera. Martha llevaba
las bandejas y los montones de ropa limpia, pero se las arreglaba para no
entrar nunca en la habitación. No habían logrado que viniera ningún médico.
La
noche que siguió a la muerte de Salomé, Bénédicte, que estaba acostada al lado
de su prima, sintió a su vez los primeros síntomas del mal. Una sed ardiente la
quemaba por dentro y ella trató de distraerse imaginando al ciervo bíblico que
bebía en la fuente de agua viva. Una tosecilla convulsiva le rascaba la
garganta; se contuvo lo más posible para dejar dormir a Martha. Flotaba ya, con
las manos juntas, dispuesta a escaparse de la cama con dosel para subir al gran
Paraíso claro en donde se hallaba Dios. Los cánticos evangélicos estaban
olvidados; el rostro amigo de las santas reaparecía por entre las cortinas;
María, en lo alto del cielo, tendía los brazos entre pliegues de color azul,
ademán que imitaba el hermoso Niño mofletudo, de deditos de color de rosa. En
silencio, Bénédicte deploraba sus pecados: una pelea con Johanna por una cofia
rota; alguna que otra sonrisa en respuesta a las ojeadas que le echaban los
muchachos al pasar por debajo de su ventana; unas ganas de morir, en que
entraba la pereza; impaciencia por ir al cielo y deseos de no verse obligada a
elegir entre Martha y los suyos, entre dos maneras de hablar a Dios. Al llegar
las primeras luces del alba, Martha lanzó un grito al ver el rostro desfigurado
de su prima.
Marguerite Yourcenar* (Escritora francesa nacida en Bélgica, educada en Francia y afincada en Estados Unidos, donde falleció; 1903-1987).
(Traducido al español por Emma Calatayud).
* El apellido Yourcenar era un seudónimo literario, anagrama del verdadero apellido: Crayencour. Su nombre completo fue Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislain Cleenwerck de Crayencourc, al que podrían añadirse al final Cartier de Marchienne, sus apellidos maternos.
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