(Párrafos iniciales del capítulo XVII)
Al llegar a este punto de mis recuerdos, advierto que
bien puedo equivocarme, de cuando en cuando, en asuntos de fecha, y anteponer o
posponer la prosecución de sucesos. No importa. Quizás ponga algo que aconteció
después en momentos que no le corresponde y viceversa. Es fácil, puesto que no
cuento con más guía que el esfuerzo de mi memoria. Así, por ejemplo, pienso en
algo importante que olvidé cuando he tratado de mi primera permanencia en San
Salvador.
Un día, en momentos en que estaba pasando horas tristes, sin apoyo de
ninguna clase, viviendo a veces en casa de amigos y sufriendo lo indecible, me
sentí mal en la calle. En la ciudad había una epidemia terrible de viruela. Yo
creí que lo que me pasaba sería un malestar causado por el desvelo, pero resultó
que desgraciadamente era el temido morbo. Me condujeron a un hospital con el
comienzo de la fiebre. Pero en el hospital protestaron, puesto que no era
aquello un lazareto; y entonces, unos amigos, entre los cuales recuerdo el
nombre de Alejandro Salinas, que fue el más eficaz, me llevaron a una población
cercana, de clima más benigno, que se llamaba Santa Tecla. Allí se me aisló en
una habitación especial y fui atendido, verdadera- mente, como si hubiese sido un
miembro de su familia, por unas señoritas de apellido Cáceres Buitrago. Me
cuidaron, como he dicho, con cariño y solicitud, y sin temor al contagio de la
peste espantosa. Yo perdí el conocimiento, viví algún tiempo en el delirio de
la fiebre, sufrí todo lo cruento de los dolores y de las molestias de la
enfermedad; pero fui tan bien servido, que no quedaron en mí, una vez que se
había triunfado del mal, las feas cicatrices que señalan el paso de la viruela.
Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916).
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