(Fragmento del libro decimocuarto: La guerra santa)
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El tercer año se declaró la peste en Siria, porque la
peste sigue siempre los rastros de la guerra y nace en cuanto un número
suficiente de cadáveres se pudre en un mismo lugar. En realidad toda Siria no
era ya más que una fosa pestilente, y tribus enteras fueron exterminadas, de
manera que sus lenguas cayeron para siempre en el olvido. La peste alcanzó a
aquellos a quienes la guerra había perdonado y en los dos ejércitos mató tantos
hombres que las operaciones fueron interrumpidas y las tropas huyeron a las
montañas y los desiertos al abrigo de la peste. Y no hacía diferencia alguna
entre ricos y pobres, nobles y villanos, azotaba equitativamente a todo el
mundo y los remedios ordinarios eran insuficientes y los apestados se tapaban
la cabeza con sus mantas y se acostaban en el suelo y morían en tres días. Pero
los que curaron conservaban cicatrices espantosas en las axilas y
articulaciones, que eran las heridas por donde el pus había corrido durante su
convalecencia.
La peste era tan caprichosa en la elección de sus víctimas como
en su curación, porque no siempre eran las personas más robustas o más sanas
las que se curaban, sino muchas veces las más débiles y enfermizas, como si la
enfermedad no hubiese encontrado en ellas suficientes fuerzas para poder
matarlas. Por esto al cuidar a los apestados, los sangraba lo más posible para
debilitarlos y les prohibía todo alimento durante la enfermedad. Así pude curar
a un gran número de enfermos, pero muchos murieron también a pesar de mis
cuidados, de manera que ignoro si mi tratamiento es bueno. Yo tenía, sin
embargo, que curar a los enfermos para mantener la confianza en mí, porque un
enfermo que pierde la esperanza de la curación o la que ha depositado en su
médico, muere más seguramente que el que confía en él. Mi manera de tratar la
peste valía, con toda seguridad, más que cualquier otra, pero no costaba nada.
Los
navíos llevaron la peste a Egipto, pero no mató allí a tanta gente como en
Siria, porque era más débil, y el número de curaciones fue superior al de
defunciones. Con la crecida, la peste desapareció de Egipto aquel mismo año, y
el invierno la suprimió en Siria, de manera que Horemheb pudo reunir a sus
tropas y reanudar las hostilidades. En primavera, llegó a través de las
montañas a la llanura vecina de Megiddo y batió a los hititas en una gran
batalla, después de la cual pidieron la paz porque, viendo los triunfos de
Horemheb, el rey Burraburiash había recobrado la confianza, recordando su
alianza con Egipto. Se mostró arrogante con los hititas, e invadiendo el
antiguo país de Mitanni, arrojó a los hititas de sus pastos de Naharani. Viendo
que no podían conseguir ya nada de una Siria devastada, los hititas ofrecieron
la paz, porque eran soldados prudentes y hombres económicos, y no querían
arriesgar por una simple cuestión de honor los carros de guerra que necesitaban
para dar una merecida corrección a los babilonios.
Horemheb fue muy feliz al
firmar la paz, porque sus tropas se habían agotado y la guerra había arruinado
a Egipto, y quería emprender la reconstrucción de Siria a fin de reanimar el
comercio en provecho de Egipto. Pero exigió corno condición la entrega de
Megiddo, de la que Aziru había hecho su capital y estaba dotada de murallas
infranqueables y de torres. Por esto los hititas aprisionaron a Aziru y su
familia en Megiddo y se apoderaron de los enormes tesoros que había acumulados
y entregaron a Horemheb a Aziru, su mujer y sus dos hijos, cargados de cadenas.
Habiendo dado así un rehén a los egipcios, que comenzaron a saquear Megiddo y a
empujar hacia el Norte, fuera de los terrenos que debían abandonar, todos los
rebaños y ganados del país de Amurrú. Horemheb no se lo impidió, sino que hizo
sonar las trompetas para anunciar el fin de la guerra y ofreció banquetes a los
jefes hititas y a los príncipes, bebiendo todas las noches con ellos y
jactándose de sus hazañas. Y al día siguiente haría ejecutar a Aziru y su
familia delante de las tropas reunidas y los jefes hititas, para señalar la paz
eterna que reinaría en adelante entre Egipto y el país de Khatti.
Por esto
rehusé tomar parte en el festín y por la noche fui a la tienda donde Aziru
estaba cargado de cadenas, y los centinelas me dejaron pasar porque sabían que
era el médico de Horemheb y que alguna vez incluso le hacía frente. Quería ver
a Aziru, porque sabía que no tenía ya un solo amigo en toda Siria, porque no
era más que un vencido, condenado a morir. Sabía que amaba la vida y yo quería
asegurarle que, después de todo lo que había visto, la vida no valía la pena de
ser vivida. Y como médico quería decirle que la muerte era fácil y más dulce
que el dolor, la pena y el sufrimiento de la vida. La vida es como una llama
ardiente que quema, pero la muerte es el agua sombría del olvido. Quería
decirle todo esto porque tenía que morir al día siguiente al alba, y aquella
noche no podía dormir porque amaba la vida. Pero si se negaba a escucharme, me
sentaría a su lado en silencio, para que no estuviese solo. En efecto, un
hombre puede vivir sin un amigo, pero es difícil morir sin él, sobre todo si
durante la vida se ha sido jefe y testa coronada.
Mika Waltari (Finlandia, 1908-1979).
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