"Por eso me acuerdo de dos semanas durante las cuales el reloj del mercado quedó parado en las nueve y diez..."
(Fragmento)
Llover negro, en todo caso, sigue siendo para mí algo
muy especial, algo íntimamente vinculado a nuestra pequeña ciudad normanda, con
la plaza del mercado en la que vivíamos, con determinada época del año, e
incluso con ciertas horas del día.
Y no me refiero a las abundantes lluvias
tormentosas que, detrás de los cristales de mi ventana en forma de media luna,
yo veía caer en grandes gotas claras que crepitaban en el alero de cinc y en
los adoquines de la plaza, ni tampoco a la niebla lluviosa del pálido invierno.
Cuando
llovía negro, la habitación baja de techo se hacía sombría y todo su fondo,
hacia el tabique que la separaba del cuarto de mis padres, quedaba como
afelpado por la penumbra.
Desde mi sitio, apenas podía ver el cielo. Todos los
caserones de la plaza, en medio de la cual se alzaba el mercado con su tejado
de pizarra, habían sido edificados a la vez, bajo un mismo modelo. Las ventanas
de la planta baja, donde sólo había tiendas, eran muy altas y terminaban en
arco. Más tarde, las dividieron en dos en el sentido de la altura al añadir un
entarimado que formaba un entresuelo. Éste recibía la luz por una media luna a
ras del piso de madera.
Allí me encontraba yo, en medio de mis juguetes, y la
luz, más bien que del cielo, procedía de los reflejos del pavimento mojado.
Casi todas las tiendas, como la nuestra, se iluminaban. Alguna vez oía el
timbre de la farmacia o la campanilla de mi casa. El crepúsculo duraba horas,
poblado por siluetas que pasaban de prisa, por paraguas brillantes, por zuecos
que castañeteaban presurosos; en el café Costard el humo se espesaba, y abajo,
en la tienda, la voz dulzona de mi madre, de mi madre que siempre temía no ser
lo suficientemente cortés, murmuraba:
- Se lo aseguro, señora. Le garantizo el
color… Es un artículo que vendemos desde hace años, y nunca hemos tenido una
queja…
¿Llovía, verdaderamente? La lluvia fluía más bien como un río, con un
movimiento suave y regular. Después, cuando la oscuridad era total, mi madre
gritaba, al pie de la escalera de caracol:
- ¡Jerôme! Ya es hora de bajar…
Para
no tener que encender varios mecheros. ¿Cómo no comprende que el menor cambio
en los ritos diarios tenía que grabarse fatalmente en mi memoria? Por eso me
acuerdo de las dos semanas durante las cuales el reloj del mercado quedó parado
en las nueve y diez, así como del hombrecillo barbudo que se pasó un día entero
en lo alto de una escalera de bombero, para repararlo.
Por lo que se refiere a
mi tía Valérie, todo es todavía más claro, pues entonces yo tenía siete años y,
si no estaba en la escuela, era porque se hablaba de una epidemia de
escarlatina, y mi madre temía más a las epidemias que a cualquier otro
incon- veniente.
Georges Simenon
(Belga fallecido en Suiza, 1903-1989).
* El título original de la novela en francés es Il pleut bergère, que es parte del estribillo de una canción infantil, por eso su traducción literal no tiene sentido. En inglés se le ha traducido como Black Rain y en italiano el correspondiente Pioggia nera, aunque en español por lo general se le conoce sólo como Lluvia.
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