"Algunos hablaban de violetas, otros de rosas, había quienes decían que flor de azahar, bergamotas o incienso."
(Fragmento inicial)
Las crónicas cuentan que en cierta época, en ese país, comenzó a propagarse una enfermedad singular o por lo menos afección -porque muchos niegan que se tratara propiamente de una verdadera enfermedad-. Se trataba, en pocas palabras, de lo siguiente. Una bella mañana, al despertar, la gente se dio cuenta de que todos apestaban. Pero no de los pies, o las axilas, o de cualquier otro lugar del cuerpo donde esto ocurre con frecuencia; no: en un punto bien determinado entre el cuello y el cráneo. Este hedor también tenía un carácter muy claro; era un olor a carne podrida o en vías de putrefacción. La intensidad de la exhalación variaba desde un ligero olor hasta el hedor más intolerable, pero su carácter no cambiaba. Siempre se trataba, inequívocamente, de un olor a carne pestilente. Esta enfermedad ya era de por sí extraña, pero su evolución lo fue aún más. A pesar del hedor, que a veces se percibía a gran distancia, el paciente -perdón por el juego de palabras- no mostraba ningún síntoma de estar enfermo. Sin fiebre ni dolores de cabeza, tampoco mareos, es decir, aparte del hedor, ninguna molestia. Y de nuevo (esto es lo más singular que tenía la enfermedad), gradualmente, como por una lenta e insensible perversión de las papilas olfativas, la pestilencia, para el enfermo, disminuía constantemente en su intensidad y molestias. No sólo la propia, sino también la de otras personas con la misma enfermedad. Hasta el momento en el que se convirtió para ellos en un perfume: ¡ni más ni menos! Las crónicas y documentos científicos de la época coinciden en que el olor primitivo apestaba a carne podrida; pero en cuanto al tipo de perfume que los enfermos creían oler más tarde, las opiniones diferían mucho. Algunos hablaban de violetas, otros de rosas, había quienes decían que flor de azahar, bergamotas o incienso. No hay duda, sin embargo, de que siempre se trataba de un perfume. Pero para las personas sanas, esa transformación de la pestilencia en perfume no se llevaba a cabo; para ellos, el hedor seguía apestando, y eso era todo, lo que dio origen a materia para la discusión e incidentes de los que nos ocuparemos más tarde. Después de esa curiosa transformación del sentido olfativo -o del olor, si así se le considera-, no sucedió nada notable. El paciente continuó exhalando su hedor (o perfume, según se prefiera) mientras seguía viviendo como si nada hubiese pasado, hasta morir por razones ajenas a la enfermedad mencionada. Notamos que los efectos de esta epidemia entre quienes la padecieron fueron modestos, si no es que nulos. Esto explica por qué entonces, como ahora, no daba la impresión de ser una enfermedad, sino sólo una alteración tan inofensiva como misteriosa.
Alberto Moravia: Alberto Pincherle (Italia, 1907-1990).
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