"Colgadas de ese hilo (…), las máscaras de destacaban: era casi lo único que se veía en el cuarto."
(Texto íntegro)
Era el día fijado para el banquete. Élida Fraisjus,
sobrenombre inspirado por los jugos frescos que pregonaban en Francia, era una
de las organizadoras; se vestía para la fiesta. Adivinaba en el cielo rosado
del atardecer de daguerrotipo el advenimiento de un cataclismo, pero, de igual
modo que una sinfonía empieza a veces con similares acordes a los que la
terminan, pensó que esa transparencia inusitada de la atmósfera no era otra
cosa que el anuncio de un epílogo feliz.
Frente a los espejos altos y circulares
de su cuarto, elegía las máscaras que colgaban de un hilo dorado entre el resto
de los atuendos que parecían miniaturas. La máscara era para ella lo más
importante, si bien las botas caladas color carne y con uñas nacaradas la
preocupaban también bastante. Colgadas de ese hilo dorado que marcaba sus
límites con un resplandor de diamante, las máscaras se destacaban: era casi lo
único que se veía en el cuarto. Esperaban que la dueña se las calara, pues
antes de elegir una se probaba varias porque nunca sabía muy bien cuál
elegiría. Era una mujer tan rápida que a pesar de sus vacilaciones se demoraba
apenas. Un motivo de amargura para ella era sentirse fea. Le pareció que era
tan fea con máscara como sin máscara, cosa que no admitían sus amigas. Tenía
una voz ronca, su acento la multiplicaba de modo que cuando hablaba parecía que
hablaban varias personas. Pensaba: "Esto no se corrige y se advierte en la
cara a pesar de la máscara". Élida era una mujer anticuada: esos problemas
ya no existían y muchas amigas se burlaban de ella. No había personas feas ni
viejas, me atrevo a decirlo (por ese motivo nadie quería morir, salvo Elida),
lo cual era contraproducente, porque mucha gente se suicidaba por miedo de
morir. Aunque este hecho conviniera en cierto modo a la humanidad, varias veces
los gobiernos estuvieron a punto de prohibir el uso de las máscaras a las
personas menores de cincuenta años. Pero la ley fue rechazada gracias a las
manifestaciones y los actos de violencia que se produjeron. Había gavillas de
adolescentes que las usaban a escondidas. Descubrieron un arsenal de máscaras
impúdicas: los menores de edad las almacenaban. El escándalo se propagó hasta
en los colegios donde los alumnos las consiguieron para los exámenes, de modo
que casi todos resultaban impostores. Saber cómo se preparaban esas máscaras y
de qué material estaban hechas resultaría macabro y prefiero referirme ahora al
banquete que iba a tener lugar en esas próximas horas. El banquete era para
celebrar el maremoto de Tirreno, en las vastas zonas del Hiro donde corren los
afluentes del Arpón y del Tuyar: millones de personas murieron en la
catástrofe.
Según los científicos era ésta la suma necesaria para que el mundo
no sufriera la privación del aire y el hambre que los estaba cercando. Con el
banquete celebraban pues el acontecimiento más importante del año. De no ser
por esa catástrofe, el mundo habría incurrido en otra catástrofe peor; la
ejecución del proyecto del doctor Chiksa de disminuir la estatura de los
hombres por un proceso parecido al de los arbolitos japoneses, pero sin
mantener las proporciones adecuadas. No menos de tres generaciones llevaría el
cumplimiento del plan si a toda costa mantenían las proporciones. De ese modo
cruel, pero eficaz, el costo de la vida se reduciría a la cuarta o quinta
parte, pero no resolvería del todo el problema vigente, que alarmaba al mundo.
Después de la misa ritual, celebrada en un recinto cerrado, donde Élida tuvo la
primera claustrofobia de su vida por culpa de la máscara color café con leche, para
quedar bien con los negros y los blancos, la concurrencia pasó a la sala de
audiencias, donde los discursos le quitaban el aire. Después, los invitados
pasaron a los comedores. Un mundo se agolpaba en busca de asientos alrededor de
la enorme y giratoria mesa cuyo mecanismo no funcionaba bastante lentamente
para algunos glotones que querían repetir de cada plato (como si no hubiera
otros, y otros y otros más apetecibles). La verdad es que, una vez probado el
primer plato, el temor a que el próximo fuera más pesado hacía que la gente se
volviera a servir blandiendo las cucharas con avidez, ya que siempre servían lo
mejor primero y dejaban lo peor para los postres. ¿El tumulto de voces no
dejaba oír los discursos o Élida se sentía mal?. Una mujer sensible, siempre
duda de sus experiencias; Élida más que cualquiera. Su propia voz, tan
disonante en el silencio, en el tumulto le pareció armónica:
- En este día de
emociones y de esperanzas nos hemos reunido para llorar, deplorar y festejar la
desaparición de mil millones de habitantes de la Tierra. Sin duda la muerte es
resurrección para nosotros y esto es lo dramático del asunto. A partir de este
momento respiraremos mejor, nosotros, los desventurados que vivimos.
Élida,
sintiéndose más bonita, se ahogaba. Dijo dos o tres frases que, si alguien las
hubiera recogido, serían célebres, pero no la escucharon porque escuchaban al
ministro.-...podremos comer mejor -prosiguió el ministro. Élida sintió que se
le cerraba la garganta, con la última banana que comió-. Todos los adelantos de
nuestra civilización podrán aprovecharse al fin de cuentas -la rapidez con que
hablaba el ministro decreció. Sus ojos entrecerrados parecían dos
lagrimones. Alguien lo interrumpió bruscamente para decirle algo al oído y se
despabiló-. Por desgracia, ninguna alegría llega sola. Señores, estamos
cercados por una peste -hubo un zumbido de moscardón en la sala-. En las
calles se están muriendo centenares de personas por los efectos del agua
pútrida de los pantanos de las inundaciones. La peste la propagan los mosquitos
contra los cuales hemos luchado tanto, para extinguirlos y revitalizarlos. Esta
noticia que acabo de recibir, demuestra tal vez que nos hemos anticipado en la
organización de los agasajos para la cual trabajó tanto la señora Élida Fraisjus
como sus colaboradoras.
Los aplausos ahogaron las últimas palabras del ministro
y Élida alcanzo a oír su nombre. Se arrancó la máscara para que Dios le viera
la cara, la edad de su piel y el color, y para que uno de los mosquitos la
picara, pero se preguntó en los últimos momentos ¿por qué este afán por morir?.
Y su propia voz ronca le respondió: "Ya ves, la eternidad no es
distinta".
Silvina Ocampo (Argentina, 1903-1993).
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