"... hacíamos planes para cambiar divisas y escribir poemas (…) sentados en el Romanisches Café."
(Fragmento del segundo capítulo)
4
Berlín, esa ciudad desesperada y enloquecida, se puso
bellísima durante aquel invierno cruel. Guirnaldas de luces brillaban sobre los
locales nocturnos. Los jóvenes, agrupados en pandillas, recorríamos
infatigablemente la Berlín by night. Todos «nos lo pasábamos estupendamente»,
como si sintiéramos que el fin estaba próximo; mientras la juventud alemana se
enredaba por las calles en continuas bacanales, los padres, hundidos en la
vergüenza y el asombro de su fracaso, ya ni siquiera intentaban defender los principios
de la educación. Yo regresaba a casa todas las noches con una nueva amante, y
con las primeras luces del alba, a la hora de las presentaciones y las casi
inmediatas despedidas, muchas jovencitas de la clase media venida a menos
intentaban colocarme su número de teléfono. Pero ¿quién se preocupaba en serio
de los amores nocturnos? Algunas mañanas me despertaba en la habitación de una
casa señorial del barrio occidental, en una casa ajena con una dama ajena en
los brazos, dama a quien no había conocido el día antes ni conocería la noche
después. Supongo que eso es lo que ocurría antes cuando una ciudad se volvía
loca por el miedo a la muerte en plena epidemia de peste. Sin embargo, yo, por
encima de la peste, ligeramente infectado pero seguro de estar inmunizado,
sabía que aquellos días eran para mí los días festivos de la juventud. Era
incapaz de sentir vergüenza o remordimientos.
Sí, Berlín se puso bellísima con
el terror de la peste en aquella fiesta loca y desenfrenada, en aquel carnaval
macabro. Me levantaba por la tarde. Me despertaban mis amigos, hombres y
mujeres que había conocido en aquel sucio torbellino, suecos, rusos y húngaros,
miembros de una generación astuta y marcada por el spleen, dandis bien
instruidos y contrabandistas; yo no conocía ni el nombre de la mayoría de
ellos.
Estábamos unidos por unos lazos poco éticos, apartados de los alemanes y,
en cierto modo, aliados en su contra, y no me habría sorprendido si un día nos
hubiesen echado de la ciudad a patadas. Pero los alemanes, asombrados, se
limitaban a callar. Nosotros, la chusma que algunos consideraban la élite
espiritual del mundo occidental, hacíamos planes para cambiar divisas y
escribir poemas, discutíamos sobre Péguy y sobre los negocios del sector
peletero sentados en el Romanisches Café. Los alemanes, todos puestos en fila,
mudos y severos, servían de telón de fondo para los desfiles tambaleantes de
aquellas hordas. Al mismo tiempo, ellos también se aprovechaban de nosotros.
Los extranjeros no sólo entregaban a Berlín billetes en divisas fuertes: la
ciudad adquirió un aire de gran metrópoli y buenos modales, las mujeres
aprendieron a vestir con elegancia, el ambiente de la ciudad estaba cargado de
ideas, Berlín hervía de vida... Aquel invierno, la ciudad estaba bellísima, misteriosa,
desconocida. Los paseos matinales por el Tiergarten y el olor a gasolina del
fascinante Unter den Linden, esa mezcla de puerto mediterráneo sospechoso y
metrópoli prusiana disciplinada, además del empuje despiadado y del hambre con
los que la ciudad intentaba encontrar el equilibrio y saciarse, la libertad
incondicional de expresión y de pensamiento, la devoción y la buena disposición
con las que se recibía cualquier manifestación artística novedosa, todo eso
hizo de Berlín una de las ciudades más interesantes y quizá más esperanzadoras
de Europa. Los que vivimos allí durante aquellos años sentimos nostalgia eterna
del «spleen de Berlín».
Sándor Márai (Húngaro fallecido en Estados Unidos, 1900-1989).
(Traducido al español por Judit Xantus).
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