Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

jueves, 2 de julio de 2020

Epidemias: CONFESIONES DE UN BURGUÉS, de Sándor Márai

"... hacíamos planes para cambiar divisas y escribir poemas (…) sentados en el Romanisches Café."

(Fragmento del segundo capítulo)

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Berlín, esa ciudad desesperada y enloquecida, se puso bellísima durante aquel invierno cruel. Guirnaldas de luces brillaban sobre los locales nocturnos. Los jóvenes, agrupados en pandillas, recorríamos infatigablemente la Berlín by night. Todos «nos lo pasábamos estupendamente», como si sintiéramos que el fin estaba próximo; mientras la juventud alemana se enredaba por las calles en continuas bacanales, los padres, hundidos en la vergüenza y el asombro de su fracaso, ya ni siquiera intentaban defender los principios de la educación. Yo regresaba a casa todas las noches con una nueva amante, y con las primeras luces del alba, a la hora de las presentaciones y las casi inmediatas despedidas, muchas jovencitas de la clase media venida a menos intentaban colocarme su número de teléfono. Pero ¿quién se preocupaba en serio de los amores nocturnos? Algunas mañanas me despertaba en la habitación de una casa señorial del barrio occidental, en una casa ajena con una dama ajena en los brazos, dama a quien no había conocido el día antes ni conocería la noche después. Supongo que eso es lo que ocurría antes cuando una ciudad se volvía loca por el miedo a la muerte en plena epidemia de peste. Sin embargo, yo, por encima de la peste, ligeramente infectado pero seguro de estar inmunizado, sabía que aquellos días eran para mí los días festivos de la juventud. Era incapaz de sentir vergüenza o remordimientos.

Sí, Berlín se puso bellísima con el terror de la peste en aquella fiesta loca y desenfrenada, en aquel carnaval macabro. Me levantaba por la tarde. Me despertaban mis amigos, hombres y mujeres que había conocido en aquel sucio torbellino, suecos, rusos y húngaros, miembros de una generación astuta y marcada por el spleen, dandis bien instruidos y contrabandistas; yo no conocía ni el nombre de la mayoría de ellos.

Estábamos unidos por unos lazos poco éticos, apartados de los alemanes y, en cierto modo, aliados en su contra, y no me habría sorprendido si un día nos hubiesen echado de la ciudad a patadas. Pero los alemanes, asombrados, se limitaban a callar. Nosotros, la chusma que algunos consideraban la élite espiritual del mundo occidental, hacíamos planes para cambiar divisas y escribir poemas, discutíamos sobre Péguy y sobre los negocios del sector peletero sentados en el Romanisches Café. Los alemanes, todos puestos en fila, mudos y severos, servían de telón de fondo para los desfiles tambaleantes de aquellas hordas. Al mismo tiempo, ellos también se aprovechaban de nosotros. Los extranjeros no sólo entregaban a Berlín billetes en divisas fuertes: la ciudad adquirió un aire de gran metrópoli y buenos modales, las mujeres aprendieron a vestir con elegancia, el ambiente de la ciudad estaba cargado de ideas, Berlín hervía de vida... Aquel invierno, la ciudad estaba bellísima, misteriosa, desconocida. Los paseos matinales por el Tiergarten y el olor a gasolina del fascinante Unter den Linden, esa mezcla de puerto mediterráneo sospechoso y metrópoli prusiana disciplinada, además del empuje despiadado y del hambre con los que la ciudad intentaba encontrar el equilibrio y saciarse, la libertad incondicional de expresión y de pensamiento, la devoción y la buena disposición con las que se recibía cualquier manifestación artística novedosa, todo eso hizo de Berlín una de las ciudades más interesantes y quizá más esperanzadoras de Europa. Los que vivimos allí durante aquellos años sentimos nostalgia eterna del «spleen de Berlín».

Sándor Márai (Húngaro fallecido en Estados Unidos, 1900-1989).

(Traducido al español por Judit Xantus).

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