(Fragmento)
El agua turbia chocaba contra su
boca tratando de entrar en ella, y la luz del día aprisionada bajo el arroyo
saltó de nuevo sobre la superficie en forma de ondas. Relucientes planos de luz
incidían y quebraban la superficie, y se alejaban de él; y, pisoteando agua,
sintiendo los zapatos empapados lo mismo que el pesado mono de trabajo, percibiendo el pelo pegado a su cara, para ver cómo ella, chorreando, ascendía oscilante por la orilla.
Avanzó agitando el agua,
persiguiéndola. Parecía nunca alcanzar la orilla opuesta. Sus ropas empapadas, se pegaban a él como sirenas inoportunas, como mujeres; hasta ver el agua quebrada de su empeño coronada de estrellas. Al fin pudo alcanzar la
sombra de los sauces y sintió bajo su mano la tierra húmeda y resbaladiza.
Aquí y allá, raíces y ramas. Se incorporó con el agua escurriendo de su ropa, sentía que ésta se volvía primero liviana y después pesada. Sus
zapatos avanzaban aplastándose dóciles pero la indumentaria anodina, adherida
a la piel, obstaculizaba su carrera. Podía ver cómo su cuerpo,
fantasmal en el crepúsculo sin luna, ascendía por la colina. Y corrió,
maldiciendo, el agua todavía chorreando de su pelo, con un lamento húmedo de ropas
y zapatos, maldiciendo esa suerte y su destino. Creyó que podría desenvolverse mejor sin
los zapatos, y mientras seguía mirando la apagada llama de la mujer que corría,
se los quitó y prosiguió la marcha tras ella. La ropa mojada le pesaba
como plomo; jadeaba cuando alcanzó la cima de la colina. Y allí estaba ella, en
un campo de trigo, bajo la ascendente luna llena del equinoccio de otoño, como
un barco en un mar de plata.
William Faulkner (Estados Unidos, 1897-1962).
Obtuvo el premio Nobel en 1949.
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