La
nieve había empezado a caer de repente a mediados de octubre, después de ocho
meses de sequía, sin la transición de la lluvia, y los veinte alumnos que
vivían en los pueblecitos diseminados por la meseta no iban a clase.
El
Maestro miraba para los dos hombres que subían hacia él. Uno iba a caballo, el
otro a pie. Todavía no habían llegado al abrupto repecho que llevaba a la escuela,
edificada en la ladera de una colina. Avanzaban trabajosa y lentamente en la
nieve, entre las piedras, por el inmenso espacio de la alta meseta desierta. De
vez en cuando, el caballo tropezaba. Aún no se le oía, pero se veía muy bien el
chorro de vapor que le salía por las fosas nasales. Uno de los hombres, al menos,
conocía la región. Iban siguiendo la pista, a pesar de que había desaparecido desde
hacía varios días bajo una capa blanca y sucia. El maestro calculó que no estarían
en la colina antes de media hora. Hacía frío y se metió en la escuela para ponerse
un jersey.
Cruzó
la clase vacía y helada. En el encerado, los cuatro ríos de Francia, dibujados
con cuatro tizas de colores diferentes, corrían hacia sus estuarios desde hacía
tres días. Había que esperar el buen tiempo. Daru, el maestro, no calentaba más
que el único cuarto que constituía toda su morada, contiguo a la clase cuya puerta
daba al este de la meseta. La ventana, como las de la clase, daba también al
mediodía. Por este lado, la escuela se encontraba a varios kilómetros del lugar
en que la meseta comenzaba a descender hacia el sur. Con tiempo claro, se podían
ver las masas violetas del contrafuerte montañoso donde se abría la puerta del
desierto.
Después
de entrar un poco en calor, Daru volvió a la ventana desde donde, por primera vez,
había divisado a los dos hombres. Ahora ya no se les veía. Se hallaban, pues;
subiendo el repecho. El cielo estaba menos oscuro: durante la noche había
dejado de nevar. Amaneció con una luz grisácea, que apenas había aumentado a
medida que el techo de nubes se elevaba. A las dos de la tarde; hubiese dicho que
si día acababa de comenzar. Pero esto era mejor que aquellos tres días en que
la nieve espesa caía en medio de unas tinieblas incesantes, con pequeñas
ráfagas de viento que hacían trepidar la doble puerta de la clase. Daru
entonces se pasaba las horas muertas en su cuarto, del que no salía sino para
ir al cobertizo a dar de comer a las gallinas o a buscar carbón.
Albert Camus (Francés nacido en Argelia, 1913-1960). Obtuvo el premio Nobel en 1957.
La ilustración corresponde a una fotografía de la nieve sobre una vivienda de Medea, en Argelia.
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