10 de febrero de 189...
La nieve no
ha dejado de caer desde hace tres días y bloquea todos los caminos. No he podido ir
a R… donde, desde hace quince años, acostumbro celebrar el culto dos veces
por mes. Esta mañana, en la capilla de La Brévine, sólo se han reunido unos
treinta fieles. Aprovecharé el ocio que me ofrece este enclaustramiento forzado
para volver atrás y relatar cómo hube de empezar a ocuparme de Gertrude.
He
proyectado escribir aquí todo cuanto concierne a la formación y desarrollo de
esta alma piadosa, a la que sólo he conseguido hacer surgir de la noche, creo,
gracias a la adoración y al amor. Bendito sea el Señor por haberme confiado
esta tarea.
Hace dos
años y seis meses, al subir de la Chaux-de-Fonds, una chiquilla a la que yo no
conocía en absoluto, vino a buscarme a toda prisa para llevarme a siete
kilómetros de allí, junto a una pobre anciana que se estaba muriendo. No había
desenganchado al caballo; y tras haberme provisto de una linterna, porque pensé
que no podría estar de regreso antes de la noche, hice subir a la niña en el
coche.
Creía yo
conocer admirablemente todos los alrededores del municipio: pero pasada la
granja de la Saudraie, la niña me hizo tomar un camino por el que, hasta
entonces, nunca me había aventurado. Sin embargo, a dos kilómetros de allí, a
mano izquierda, reconocí a una laguna misteriosa a la que, en otra época,
había ido a patinar. No la había vuelto a ver desde hacía quince años,
puesto que ningún deber pastoral me llama por esa parte; no habría sabido decir
dónde caía y hasta tal punto había dejado de pensar en ella, que cuando la
reconocí en medio del encanto rosa y dorado del atardecer, al principio me
pareció que nunca había visto yo algo semejante sino en sueños.
El camino
bordeaba el curso de agua que rebosaba de la laguna cortando por el extremo del
bosque y corriendo luego a lo largo de una turbera. Ciertamente, nunca antes había estado allí.
El sol se
había puesto y había y un buen rato que marcábamos en la penumbra cuando al
fin, mi guía me señaló con un dedo, en la ladera de una loma, una choza que se
hubiera podido creer deshabitada de no ser por un hilillo de humo que azuleando
en la sombra arrubiándose luego en el oro del cielo, salía de ella. Até el
caballo a un manzano que estaba cerca y luego fui a reunirme con la chiquilla
en la pieza oscura donde la anciana acababa de morir.
André Gide (Francia, 1869-1951). Obtuvo el premio Nobel en 1947.
La ilustración corresponde a una fotografía de Chaux-de-Fonds bajo la nieve.
La ilustración corresponde a una fotografía de Chaux-de-Fonds bajo la nieve.
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