"... el pegujal estaba sepulto en la nieve y no se había hecho intento alguno para limpiar la ventana o la puerta."
(Fragmento del libro primero)
17. Regreso al hogar
En
la tarde del quinto día Bjartur caminaba trabajosamente hacia su casa, cruzando
páramos, hundido hasta las rodillas en la nieve. No se sentía nada complacido consigo
mismo; estaba avergonzado por lo que le parecía un viaje sumamente ignominioso
y pasaba de la esperanza al temor en cuanto a la suerte que habrían corrido los
corderos en sus pastizales. Y ahora, para coronarlo todo, no había siquiera un
chispazo de luz en la ventana para darle la bienvenida cuando finalmente
regresaba al hogar, porque el pegujal estaba sepulto en la nieve y no se había
hecho intento alguno para limpiar la ventana o la puerta. En ninguna parte se
había abierto un camino en la nieve, ni un poco de humo se elevaba de la
chimenea. Se arrastró hasta subir al techo y gritó:
-
¡Rosa, a ver si puedes alcanzarme una pala a través de la puerta!
La
perra lanzó un lastimero aullido en la habitación, única respuesta. Y cuando el
agricultor volvió a llamar a su esposa a gritos, la perra saltó a la ventana
desde el interior y la rascó con sus patas. El comenzó a preguntarse entonces
si su esposa no estaría enferma. Y, sintiendo cierta aprensión, atacó la nieve
como enloquecido. Tuvo que apartarla con las manos, tarea lenta, pero
finalmente consiguió limpiar un espacio suficiente alrededor de la puerta como
para introducirse.
Cuando
llegó a la parte superior de la escalera, la perra saltó sobre él
frenéticamente, aullando con amargos acentos, como si alguien le pisara sin
cesar la cola. La oscuridad del invierno había caído temprano y en el interior
había una negrura de pez; las ventanas se encontraban cubiertas de nieve. Pero
no había dado siquiera un paso cuando su pie tropezó contra algún obstáculo
inusitado. Maldijo, como era su hábito cada vez que perdía el pie... ¿Contra
qué demonios había tropezado?
Necesitó
un rato largo para encontrar los fósforos, y cuando los encontró, descubrió que
la lámpara estaba vacía, la mecha consumida, el globo negro de humo. Pero,
cuando llenó la lámpara y la mecha volvió a arder, le fue posible, incluso con
tan débil luz, entrever ciertos indicios de lo que había ocurrido en Casa
Estival durante su ausencia. Era su esposa. Yacía allí, muerta, en medio de su
sangre congelada. Parecía como que se hubiese bajado de la cama para buscar
algo y, demasiado débil para volver a meterse en ella, se hubiera desmayado.
Tenía en la mano una toalla húmeda, empapada en sangre. El estado del cuerpo
demostraba claramente lo que había sucedido. Y cuando Bjartur miró la cama,
hacia la cual saltó repentinamente la perra, vio, asomando por debajo del
vientre del animal, una carita pardusca, arrugada, con los ojos
cerrados, como la de un viejo recién nacido, y sobre esa cara pasaban leves
estremecimientos, débiles y espasmódicos, y de ese ser desdichado surgían, si
Bjartur no escuchó mal, uno que otro gemido tenue. La perra trataba de tenderse
lo más completamente que le era posible sobre el cuerpecito que había tomado
bajo su guarda y darle lo único que tenía: la tibieza de su cuerpo piojoso,
hambriento y extenuado. Cuando Bjartur se aproximó para mirar más de cerca, el
animal desnudó los dientes, como para hacerle entender que no era él el dueño
del niño. La madre había envuelto a la desdichada criatura en un trapo de lana,
en cuanto hubo cortado el cordón, y probablemente se levantó de la cama para
calentar un poco de agua con que bañarla, porque en la cocina había una olla
llena de agua, hacía mucho tiempo congelada sobre el fuego muerto. Pero el niño
se aferraba aún a la vida en el calor del cuerpo del animal.
Bjartur
levantó del suelo el cadáver de su esposa y, luego de depositarlo en la cama
vacía que estaba frente a la suya propia, le limpió la sangre como pudo. Le
costó muchos esfuerzos enderezar el cuerpo de Rosa, porque los miembros se
habían endurecido en la posición en que murió. Los brazos se negaban
obstinadamente a cruzarse sobre el pecho; los ojos turbios no querían cerrarse,
especialmente el derecho, el que tenía la catarata -nuevamente su obstinación-.
Pero Bjartur se tenía menos confianza aún para lo que era ahora de mayor
importancia: avivar la chispa de vida que todavía quedaba en el recién nacido.
Esto le puso a él, el hombre independiente, en un aprieto nada despreciable,
porque se necesitaban manos expertas, probablemente manos femeninas; él no se
atrevía a tener nada que ver con ello. ¿Debería pedir ayuda a otras personas?
Lo último que trató de grabar en la mente de su esposa fue la necesidad de no
pedir colaboración ajena... un hombre independiente que recurre a otras
personas en busca de ayuda, se entrega en manos del archienemigo. Y ahora esa
misma humillación recaería sobre él, Bjarturde la Casa Estival. Pero en ese
momento no dudó más: estaba decidido a pagar lo que se le pidiese.
Halldór Laxness (Islandia, 1902-1998). Obtuvo el premio Nobel en 1955.
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