Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

miércoles, 21 de febrero de 2018

Nieve: GENTE INDEPENDIENTE, de Halldór Laxness

"... el pegujal estaba sepulto en la nieve y no se había hecho intento alguno para limpiar la ventana o la puerta."
 
(Fragmento del libro primero)
 
17. Regreso al hogar

En la tarde del quinto día Bjartur caminaba trabajosamente hacia su casa, cruzando páramos, hundido hasta las rodillas en la nieve. No se sentía nada complacido consigo mismo; estaba avergonzado por lo que le parecía un viaje sumamente ignominioso y pasaba de la esperanza al temor en cuanto a la suerte que habrían corrido los corderos en sus pastizales. Y ahora, para coronarlo todo, no había siquiera un chispazo de luz en la ventana para darle la bienvenida cuando finalmente regresaba al hogar, porque el pegujal estaba sepulto en la nieve y no se había hecho intento alguno para limpiar la ventana o la puerta. En ninguna parte se había abierto un camino en la nieve, ni un poco de humo se elevaba de la chimenea. Se arrastró hasta subir al techo y gritó:
 
- ¡Rosa, a ver si puedes alcanzarme una pala a través de la puerta!
 
La perra lanzó un lastimero aullido en la habitación, única respuesta. Y cuando el agricultor volvió a llamar a su esposa a gritos, la perra saltó a la ventana desde el interior y la rascó con sus patas. El comenzó a preguntarse entonces si su esposa no estaría enferma. Y, sintiendo cierta aprensión, atacó la nieve como enloquecido. Tuvo que apartarla con las manos, tarea lenta, pero finalmente consiguió limpiar un espacio suficiente alrededor de la puerta como para introducirse.
 
Cuando llegó a la parte superior de la escalera, la perra saltó sobre él frenéticamente, aullando con amargos acentos, como si alguien le pisara sin cesar la cola. La oscuridad del invierno había caído temprano y en el interior había una negrura de pez; las ventanas se encontraban cubiertas de nieve. Pero no había dado siquiera un paso cuando su pie tropezó contra algún obstáculo inusitado. Maldijo, como era su hábito cada vez que perdía el pie... ¿Contra qué demonios había tropezado?
 
Necesitó un rato largo para encontrar los fósforos, y cuando los encontró, descubrió que la lámpara estaba vacía, la mecha consumida, el globo negro de humo. Pero, cuando llenó la lámpara y la mecha volvió a arder, le fue posible, incluso con tan débil luz, entrever ciertos indicios de lo que había ocurrido en Casa Estival durante su ausencia. Era su esposa. Yacía allí, muerta, en medio de su sangre congelada. Parecía como que se hubiese bajado de la cama para buscar algo y, demasiado débil para volver a meterse en ella, se hubiera desmayado. Tenía en la mano una toalla húmeda, empapada en sangre. El estado del cuerpo demostraba claramente lo que había sucedido. Y cuando Bjartur miró la cama, hacia la cual saltó repentinamente la perra, vio, asomando por debajo del vientre del animal, una carita pardusca, arrugada, con los ojos cerrados, como la de un viejo recién nacido, y sobre esa cara pasaban leves estremecimientos, débiles y espasmódicos, y de ese ser desdichado surgían, si Bjartur no escuchó mal, uno que otro gemido tenue. La perra trataba de tenderse lo más completamente que le era posible sobre el cuerpecito que había tomado bajo su guarda y darle lo único que tenía: la tibieza de su cuerpo piojoso, hambriento y extenuado. Cuando Bjartur se aproximó para mirar más de cerca, el animal desnudó los dientes, como para hacerle entender que no era él el dueño del niño. La madre había envuelto a la desdichada criatura en un trapo de lana, en cuanto hubo cortado el cordón, y probablemente se levantó de la cama para calentar un poco de agua con que bañarla, porque en la cocina había una olla llena de agua, hacía mucho tiempo congelada sobre el fuego muerto. Pero el niño se aferraba aún a la vida en el calor del cuerpo del animal.
 
Bjartur levantó del suelo el cadáver de su esposa y, luego de depositarlo en la cama vacía que estaba frente a la suya propia, le limpió la sangre como pudo. Le costó muchos esfuerzos enderezar el cuerpo de Rosa, porque los miembros se habían endurecido en la posición en que murió. Los brazos se negaban obstinadamente a cruzarse sobre el pecho; los ojos turbios no querían cerrarse, especialmente el derecho, el que tenía la catarata -nuevamente su obstinación-. Pero Bjartur se tenía menos confianza aún para lo que era ahora de mayor importancia: avivar la chispa de vida que todavía quedaba en el recién nacido. Esto le puso a él, el hombre independiente, en un aprieto nada despreciable, porque se necesitaban manos expertas, probablemente manos femeninas; él no se atrevía a tener nada que ver con ello. ¿Debería pedir ayuda a otras personas? Lo último que trató de grabar en la mente de su esposa fue la necesidad de no pedir colaboración ajena... un hombre independiente que recurre a otras personas en busca de ayuda, se entrega en manos del archienemigo. Y ahora esa misma humillación recaería sobre él, Bjarturde la Casa Estival. Pero en ese momento no dudó más: estaba decidido a pagar lo que se le pidiese.


Halldór Laxness (Islandia, 1902-1998). Obtuvo el premio Nobel en 1955.

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