El
rocín emprendió una veloz carrera y el trineo se deslizó sobre la nieve,
resbalando a veces con un crujido hacia el talud, haciendo que cada bache
repercutiera en mi cerebro. Un viento glacial azotaba el cuello levantado de mi
capote, llenándome el rostro de partículas de nieve; la ciudad se sumía en un
hosco crepúsculo de borrasca, mientras que yo, por el contrario, irradiaba
alegría.
Debido
a las avalanchas que se habían producido en la línea, tuve que aguardar dos horas
largas en la estación, pero el tren llegó por fin, espolvoreado de nieve. Yo
experimenté un gran bienestar en el acogedor calorcillo del vagón, oyendo un
sordo martilleo que procedía de no sé qué parte de la calefacción, mientras en
el exterior rugía la tormenta impenetrable; luego, unos toques de campana,
luces, voces que resuenan en una estación apenas visible a causa del torbellino
de nieve, y nuevamente el prolongado aullido de la locomotora, dispuesta a
hundirse en las tinieblas, en las tempestades lejanas, en lo desconocido; una
sacudida, un sordo fragor, y, por los vidrios escarchados del vagón, llenos de
reflejos, el rápido vislumbrar de las luces de un andén que se va quedando
atrás. Otra vez la oscuridad, la tormenta, la soledad y los bramidos del cierzo
en el ventilador, pero se estaba caliente y confortable, a la pálida luz de un
farol velado por una cortinilla azul; la marcha se aceleró, meciéndole a uno
sobre los muelles del asiento forrado de pana y haciendo balancear en su
colgador a la pelliza.
Desde
nuestra estación hasta Vassilievskoïé había aproximadamente unas diez verstas;
pero cuando bajé del tren era ya noche cerrada y la tormenta había adquirido
tal violencia que me vi obligado a guarecerme en el frío edificio de la
estación, ahumado por las lámparas de petróleo. En el silencio de la noche, las
puertas golpeaban con singular resonancia cuando entraban o salían los
maquinistas de los trenes de mercancías, arropados hasta los ojos, cubiertos de
nieve y llevando renegridas linternas rojas. No obstante, aquello también tenía
su encanto.
Me
apelotoné sobre un pequeño diván de la salita reservada a las damas y traté de
descabezar un sueñecito, pero me despertaba a cada momento con la impaciencia
de ver despuntar el día y también a causa de la vehemencia de las ráfagas de
viento. A veces oía unos vozarrones lejanos que resonaban agudamente a través
del gorgoteo y los silbidos de una locomotora parada, que escupía vapor por su
tubo de escape, justamente debajo de las ventanas. Cuando me desperté del todo,
me puse en pie de un salto, rodeado por la sonrosada claridad de una apacible y
helada madrugada.
Iván Bunin (Ruso fallecido en Francia, 1870-1953). Obtuvo el premio Nobel en 1933.
(Traducido al español por Renato Lavergne).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario