- ¿No ves el sol?
Porque el sol se había puesto.
Había dejado el valle mientras estábamos allí; ahora sólo descansaba en las
nieves altas, rosadas y sin consistencia como nubes contra un cielo que cambiaba
ya de verde a violeta. Seguimos adelante; el camino serpeaba y zigzagueaba a
nuestros pies, abismándose en la oscuridad. En el pueblo se veían ahora luces,
trémulas y parpadeantes como luces que fluctuaran sobre el agua, o bajo el
agua, y de pronto se acabó la nieve. La habíamos dejado atrás, habíamos
emergido de ella; súbitamente hizo más frío, como si en el fulgor de la nieve
hubiese cierta calidez y ahora no hubiera ya nada sino el crepúsculo y el frío.
Luego, en un abrir y cerrar de ojos, el propio pueblo se había inclinado hacia
un lado, y volví a pensar que en aquel país no existía ni un pie cuadrado llano
de verdad; los pueblos de los valles, incluso, no eran llanos sino vistos desde
arriba. Acaso toda la tierra parecía llana mientras uno caía hacia ella; acaso
uno no podría soportar mirarla o acaso no podría hacer sino mirarla.
- ¿Te sigue gustando la nieve? –dije-. Quizá sea mejor que
llenemos el hueco con nieve antes de que se nos acabe.
- Quizá no quiera hacerlo por
ahora -dijo Don.
Don iba delante; siempre era
el más rápido en el descenso. Llegó, pues, el primero al valle; tal como había
cesado la nieve cesaron las montañas, que se convirtieron en el valle, y el
valle, a su vez y casi de inmediato, se convirtió en el pueblo, y el camino en
una calle empedrada que volvía a ascender. También
allí
Don llegó el primero.
William Faulkner (Estados Unidos, 1897-1962). Obtuvo el premio Nobel en 1949.
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