"Cuando llegue la hora de mi muerte, no sentiré haber vivido en vano. Habré visto los crepúsculos rojos de la tarde, el rocío de la mañana y la nieve brillando bajo los rayos del sol universal..."
(Fragmento del capítulo XVIII: La ciencia y los valores)
La
sociedad científica, en su forma pura -que es la que hemos tratado de
representar-, es incompatible con la persecución de la verdad, con el amor, con
el arte, con el deleite espontáneo, con todos los ideales que los hombres han
protegido hasta ahora, con la única excepción de la renuncia ascética. No es el
conocimiento el que origina estos peligros. El conocimiento es bueno, y la
ignorancia es mala; a este principio no encuentra excepción el amante del
mundo. Ni tampoco es el poder en sí y por sí el origen del peligro. Lo que es
peligroso es el poder manejado por amor al poder, y no el poder manejado por
amor al bien genuino. Los directores del mundo moderno están borrachos de
poder: el hecho de poder hacer algo que nadie previamente pensaba como de posible
realización es para ellos suficiente razón para hacerlo. El poder no es uno de
los fines de la vida, sino meramente un medio para otros fines, y hasta que los
hombres tengan presente los fines a que el poder debiera servir, la ciencia no
hará lo que es capaz para procurar la buena vida. Pero ¿cuáles son los fines de
la vida? -preguntará el lector-. No creo que ningún hombre tenga el derecho a
legislar para otros sobre este particular. Para cada individuo, los fines de la
vida son aquellas cosas que desea ardientemente, y que si existiesen le
proporcionarían la paz. O, si se piensa que es mucho pedir la paz en esta vida,
digamos que los fines de la vida habrán de proporcionarle deleite o alegría o
éxtasis. En los deseos conscientes del hombre que busca el poder por sí hay
algo de avaricia; cuando lo alcanza, necesita más poder, y no encuentra
felicidad en la contemplación de lo que tiene. El amante, el poeta y el místico
hallan una satisfacción más completa que la que pueda conocer el buscador de
poder, ya que pueden descansar en el objeto de su amor, mientras el buscador
del poder debe estar perpetuamente ocupado en alguna nueva manipulación, si no
quiere experimentar una sensación de vacío. Creo, por tanto, que las
satisfacciones del amante, usando esta palabra en su sentido más amplio,
exceden a las satisfacciones del tirano y merecen un puesto más elevado entre
los fines de la vida. Cuando llegue la hora de mi muerte, no sentiré haber
vivido en vano. Habré visto los crepúsculos rojos de la tarde, el rocío de la
mañana y la nieve brillando bajo los rayos del sol universal; habré olido la
lluvia después de la sequía, y habré oído el Atlántico tormentoso batir contra
las costas graníticas de Cornualles. La ciencia puede otorgar estas y otras
alegrías a más gente de la que de otra suerte gozaría con ellas. Si procede
así, su poder será sabiamente empleado. Pero cuando suprime de la vida los
momentos a que la vida debe su valor, la ciencia no merece admiración, por muy
sabiamente que conduzca a los hombres por el camino de la desesperación. La
esfera de los valores cae fuera de la ciencia, excepto en cuanto la ciencia
consiste en la persecución de la verdad. La ciencia como persecución del poder
no debe introducirse violentamente en la esfera de los valores, y la técnica
científica, si ha de enriquecer la vida humana, no debe rebasar los fines a que
sirve.
Bertrand Russell (Inglaterra, 1872-1970). Obtuvo el premio Nobel en 1950.
(Traducido al español por Guillermo Sans Huelin).
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