"En calles silenciosas y casi desiertas, contemplaba desde el nicho abrigado de algún zaguán los escaparates..."
Escaparates
Escaparates
(Fragmento)
Bastante
después del anochecer, una o dos horas después del cierre de las tiendas,
me escapaba de mi mamá y de Matzerath. Salía a la noche invernal. En calles
silenciosas y casi desiertas, contemplaba desde el nicho abrigado de algún
zaguán los escaparates de enfrente: tiendas de comestibles finos, mercerías y,
en una palabra, todas aquellas que exhibían zapatos, relojes, joyas, cosas
deseables y fáciles de llevar. No todos los escaparates estaban iluminados. Y
yo inclusive prefería aquellas tiendas que, lejos de los faroles callejeros,
mantenían su oferta en la semioscuridad; porque la luz atrae a todos, aun al
más vulgar, en tanto que la semioscuridad sólo hace detenerse a los elegidos.
No
me interesaban las gentes que, callejeando, echaban de paso un vistazo a los
escaparates deslumbrantes, más a las etiquetas con los precios que a los
objetos mismos, o que se aseguraban, en el reflejo de los cristales, de que
llevaban el sombrero bien puesto. Los clientes a los que yo esperaba en medio
del frío seco y sin viento, detrás de una tormenta de nieve de grandes copos,
dentro de una espesa nevada silenciosa o bajo una luna que aumentaba con la
helada, eran los que se detenían ante los escaparates como obedeciendo a una llamada
y no buscaban mucho tiempo en los anaqueles, sino que, al poco rato o en
seguida, posaban su mirada en uno solo de los objetos allí expuestos.
Mi
propósito era el del cazador. Requería paciencia, sangre fría y una vista libre
y segura. Sólo cuando se daban todas estas condiciones le correspondía a mi voz
matar la caza en forma incruenta y analgésica: le correspondía tentar. Pero,
¿tentar a qué?
Al
robo. Porque, con un grito absolutamente inaudible, cortaba yo en el cristal
del escaparate, exactamente a la altura del plano inferior y, de ser posible,
delante mismo del objeto deseado, unos agujeros perfectamente circulares y, con
una última elevación de la voz, empujaba el recorte del cristal hacia el
interior del escaparate, donde se producía un tintineo prontamente sofocado,
pero que no era el tintineo del vidrio al romperse, aunque yo no pudiera oírlo,
porque Óscar estaba demasiado lejos. Pero aquella joven señora de la piel de
conejo en el cuello del abrigo pardo, vuelto ya seguramente una vez al revés,
ella sí oía el tintineo y se estremecía hasta su piel de conejo; quería irse a
través de la nieve, pero no obstante se quedaba, tal vez precisamente porque
estaba nevando, o bien porque cuando está nevando, siempre que la nieve sea
suficientemente espesa, todo está permitido. ¿Y que sin embargo mirara a su
alrededor, como sospechando de los copos de nieve, como si detrás de los copos
no hubiera siempre más copos; que siguiera mirando a su alrededor cuando ya su
mano derecha salía del manguito, recubierto asimismo de piel de conejo? Y
luego, sin preocuparse más de su alrededor, metía la mano por el recorte
circular, empujaba primero a un lado el redondel de vidrio, que se había
volcado precisamente sobre el objeto ansiado, y sacaba primero uno de los zapatitos
de ante negro, y luego el izquierdo, sin estropear los tacones y sin lastimarse
la mano en los cantos vivos del agujero. A derecha e izquierda desaparecían los
zapatos, en los correspondientes bolsillos del abrigo. Por espacio de un
instante, por espacio de cinco copos, Óscar veía un lindo perfil, por lo demás
insulso; y cuando empezaba ya a pensar que se trataba tal vez de uno de los
maniquíes de los almacenes Sternfeld salido milagrosamente de paseo, he aquí
que se disolvía entre la nieve que caía, volvía a hacerse ver bajo la luz
amarillenta del siguiente farol y, abandonando el cono luminoso, la joven
recién casada o el maniquí emancipado desaparecía.
Una
vez realizado mi trabajo -y todo aquel esperar, espiar, no poder tocar el
tambor y, finalmente, encantar y derretir el vidrio helado era, en verdad, una
labor ardua-, no me quedaba otra cosa que hacer que irme para casa igual que la
ladrona, pero sin botín; con el corazón ardiente y frío a la vez.
No
siempre conseguía, por supuesto, llevar mi arte tentador hasta un éxito tan
categórico como en el caso típico que acabo de describir. Así, por ejemplo, mi
ambición era hacer de una parejita de enamorados una pareja de ladrones. Pero,
o bien no querían ni el uno ni la otra, o bien él ya metía la mano pero ella se
la retiraba, o era ella la que se atrevía y él, suplicante, la hacía desistir
y, en adelante, despreciarlo. En una ocasión, durante una nevada copiosa,
seduje delante de una tienda de perfumería a una parejita de aspecto
particularmente joven. Él se hizo el valiente y robó un agua de Colonia. Ella
rompió a llorar, afirmando que prefería renunciar a todos los perfumes. Pero él
quería darle la loción, y logró imponer su voluntad hasta el farol siguiente.
Aquí, sin embargo, en forma ostensible y como si se hubiera propuesto vejarme,
la niña lo besó, poniéndose para ello de puntillas, hasta que él volvió sobre
sus pasos y devolvió el agua de Colonia al escaparate.
Günter Grass (Alemania, 1927-2015). Obtuvo el premio Nobel en 1999.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario