Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 28 de abril de 2018

Abril: CUENTO DEL JOVEN MARINERO, de Isak Dinesen

"Simón estaba asombrado de la claridad de estas noches de abril."
 
(Fragmento)

A los grandes mercados de arenque de Bodo acudían barcos de todos los rincones del mundo: había barcos suecos, finlandeses y rusos: un bosque de mástiles; y en la playa, un tumultuoso y heterogéneo despliegue de vida, donde se oían muchas lenguas y se suscitaban tremendas peleas. Se habían instalado puestos de venta en la playa, y los lapones, gente pequeña y amarilla, de movimientos sigilosos y ojos vigilantes, a la que Simón no había visto en la vida, bajaban a vender artículos de piel adornados de cuentas. En abril, el cielo y el mar eran tan claros que resultaba difícil mantener la vista frente a ellos -salados, infinitamente anchos y poblados de chillidos de aves-, como si alguien estuviese afilando incesantemente cuchillos invisibles en todas partes, arriba en el cielo.
 
Simón estaba asombrado de la claridad de estas noches de abril. No sabía geografía, y no lo atribuía a la latitud, sino que lo consideraba un signo de buena voluntad del universo, un favor. Simón había sido toda su vida bajo de estatura para su edad, pero este último invierno había dado un estirón y se había hecho fuerte de miembros. Esta suerte, pensaba, debía de proceder de la misma fuente que la bondad del tiempo, de una nueva benevolencia del mundo. Había estado necesitado de este estímulo, dado que era tímido por naturaleza; ahora no pedía más. El resto consideraba que era cosa suya. Se movía lenta, orgullosamente.
 
Una tarde bajó a tierra con permiso, y se acercó al puesto de un pequeño comerciante ruso, un judío que vendía relojes de oro. Todos los marineros sabían que eran de falso metal y que no funcionaban, aunque los compraban y los exhibían con ostentación. Simón estuvo contemplando un buen rato estos relojes, pero no compró ninguno. El viejo judío exhibía diversas mercancías en su puesto; entre ellas, una caja de naranjas. Simón las había probado en sus viajes; compró una y se la llevó. Quería subir a una colina desde donde poder ver el mar, y comérsela allí.
 
Siguió andando; y al llegar a las afueras del pueblo vio a una niña con un vestido rojo, de pie al otro lado de una cerca, mirándole. Tendría trece o catorce años; estaba delgada como una anguila, pero tenía una cara redonda, alegre, pecosa y un par de trenzas largas. Se miraron mutuamente.
 
- ¿A quién esperas? –preguntó Simón, por decir algo.
 
La cara de la niña esbozó una sonrisa extática, presuntuosa:
 
- Al hombre con quien me voy a casar, naturalmente -dijo.
 
Había algo en su semblante que hizo que el muchacho se sintiese confiado y feliz; le sonrió un poco.
 
- A lo mejor soy yo -dijo él.
 
- ¡Ja, ja! —rió la niña—; es unos años mayor que tú, para que te enteres.
 
- ¿Cómo es eso? -dijo Simón-; pues tú no eres tan mayor.
 
La niña negó con la cabeza solemnemente.
 
- No –dijo-; pero cuando lo sea, seré guapísima, y llevaré zapatos marrones con tacones y un sombrero.
 
- ¿Quieres una naranja? –preguntó Simón, ya que no podía darle ninguna de las cosas que ella había mencionado. La niña miró la naranja y luego a él-. Están muy buenas -dijo él.
 
- Entonces ¿por qué no te la comes tú? -preguntó ella.
 
- Yo he comido muchas ya -dijo él-, cuando estaba en Atenas. Aquí, ésta me ha costado un marco.
 
- ¿Cómo te llamas? -preguntó ella.
 
- Me llamo Simón -dijo él-. ¿Y tú?
 
- Yo, Nora -dijo ella-. ¿Qué quieres a cambio de tu naranja, Simón?
 
Cuando oyó su nombre en boca de ella, Simón se volvió audaz.
 
- ¿Quieres darme un beso, a cambio de la naranja? -preguntó.
 
Nora le miró seria un momento.
 
- Sí –dijo-; no me importa darte un beso.
 
Simón notó que le entraba un calor como si hubiese estado corriendo. Cuando la niña extendió la mano para que le diese la naranja, se la cogió. En ese instante la llamó alguien desde la casa.
 
- Es mi padre -dijo, y trató de devolverle la naranja; pero él no lo consintió-. Pues vuelve mañana –dijo ella-; entonces te daré el beso -y echó a correr. Él se quedó viéndola marcharse, y poco después regresó al barco.
 
Simón no tenía costumbre de hacer planes para el futuro, y no sabía si volvería para verla o no.
 

Isak Dinesen: Baroness Karen Christenze von Blixen-Finecke 
(Dinamarca, 1885-1962).
 
La ilustración corresponde a uno de los embarcaderos en el puerto de Bodo, Noruega.

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