"Estaba envuelta de una capa de un blanco purísimo. Se oía el talán, talán, tolón, tolón de las campanas..."
(Fragmento del capítulo décimo: Cumplir una promesa)
(Fragmento del capítulo décimo: Cumplir una promesa)
Por la mañana, muy temprano, la
capital amaneció cubierta de blanco y plata. Estaba envuelta de una capa de un
blanco purísimo. Se oía el talán,
talán, tolón, tolón de las campanas de todos los templos
de Pekín. La primera cuchilla de la Gran Sala del Ministerio de Justicia, Zhao
Jia, se dio media vuelta y siguió durmiendo en su kang, pero no tardó en levantarse. Con sus ropas de cada día, se dirigió al
templo con un aprendiz, que había reclutado, para recoger su bol de gachas de
arroz. Tomaron la calle despejada del Ministerio de Justicia y se juntaron con
los mendigos y muertos de hambre que se mezclaban por la calle. Esa hora era un
buen momento para los mendigos y los muertos de hambre de Pekín. Sus caras
rojas, blancas, azules y negras tiritaban todas ellas de frío, pero sonreían a
pesar del tiempo que hacía. La nieve que se había acumulado en la calle crujía
bajo los pies de los mendigos y los muertos de hambre: crac, crac… El sol
asomaba generoso entre las nubes grises de la mañana. La nieve blanca y el
amanecer rojo formaban un paisaje bellísimo. Marchaban como las aguas de un río
por la avenida de Xidan hasta el norte de Pekín, donde se concentraba la
mayoría de templos de la capital. De los templos y otras casas salía humo de
las chimeneas. Cuando se acercaron al pailou (la arcada) de Xisi, en donde se había vertido tanta sangre a lo largo
de su historia, vieron los árboles de Shisiku. Los cuervos y las grullas que
ahí estaban salieron volando.
El aprendiz de Zhao Jia era un joven
muy espabilado, y los dos enfilaron hacia el templo de Guangji junto con los
mendigos. Todos caminaban como un regimiento de soldados en la calle, es decir,
en filas y a un ritmo acompasado. Habían montado en un terreno baldío que
estaba frente al templo una especie de caldera de hierro enorme donde repartían
las gachas, y, debajo de la caldera, había madera para calentar el fuego. Ahí
ardía efectivamente un fuego muy vivo que servía para calentar a los mendigos.
Zhao Jia veía a esos pordioseros calentándose delante del fuego sin querer
perder su lugar en la fila y pensaba que había una contradicción en ello: se
acercaban en fila para calentarse y recoger sus gachas de arroz, pero el calor
del fuego se iba hacia arriba, verticalmente. Nadie aprovechaba, en realidad,
el calor del fuego. El vapor de la cazuela subía varios zhang de alto y no se deshacía -parecía,
de hecho, uno de esos baldaquines que se ponen encima de los carruajes
imperiales-. Había dos monjes de aspecto desaliñado y cara sucia removiendo con
unas grandes palas de hierro las gachas pastosas. Zhao Jia oía el ruido
desagradable de esas palas cuando tocaban el fondo metálico de la gran cazuela.
Ese ruido provocaba tiricia en los dientes de la gente. Los hombres estaban de
pie en la nieve y no paraban de mover los pies para calentarse. La nieve que
quedaba bajo sus pies se transformaba en barro helado muy sucio. El olor de las
gachas les llegaba con el vapor. En ese ambiente claro y frío, el tipo de
cereales que cocían en esa cazuela no parecía ser lo más indicado para
alimentar a alguien; pero para esos muertos de hambre, era algo excepcional.
Zhao Jia veía la luz que desprendían los ojos de esos seres famélicos mientras
esperaban con impaciencia su bol de gachas. Algunos mendigos no podían aguantar
el frío y se acercaban, con su pinta de monos y con la cabeza metida en los
hombros, al fuego, para calentarse y oler las gachas. Luego volvían a la fila
como niños que deben respetar el orden en el patio de la escuela cuando pasan
lista. Los mendigos repiqueteaban el suelo con sus pies y lo hacían aumentando
la cadencia hasta el punto de que sus cuerpos también se agitaban.
Zhao Jia llevaba unos calcetines
hechos con piel de perro y unas botas que le cubrían las pantorrillas hasta la
rodilla. Por eso no sentía frío en los pies y no golpeaba el suelo para entrar
en calor. Su cuerpo tampoco temblaba. Tampoco era un muerto de hambre y no
sufría de malnutrición como los otros. Si se había puesto en la fila no era
para alimentarse, sino para respetar una costumbre muy antigua del gremio de
los verdugos que consistía en ir a tomar un bol de gachas con los mendigos. Su
maestro, la abuela Yu, se lo había contado: durante todas las dinastías, los
verdugos se dirigen cada octavo día de la duodécima luna al templo para tomar
sus gachas de arroz, y ello se hace para mostrar a los ancestros de Buda que
los verdugos, como la mendicidad de los mendigos, tienen una manera digna de
ganarse la vida. No habían nacido unos asesinos: lo hacían para poder comer
decentemente. Tomar esas gachas era, por lo tanto, una manera de compartir una
identidad con las capas más humildes de la sociedad. Los verdugos de los
calabozos, a pesar de poder comer carne y galletas de maíz y sésamo cuando les
viniese en gana, asistían cada año al reparto del bol de gachas junto al
templo.
Mo Yan: Guan Moye (China, 1955). Obtuvo el premio Nobel en 2012).
(Traducido al español por Blas Piñero Martínez).
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