"... hay terror en el cielo, pues la luna ha sufrido un eclipse que ni los libros humanos ni los Dioses de la Tierra han sido capaces de predecir..."
(Fragmento)
(Fragmento)
«La niebla es muy tenue, y la luna arroja sombras sobre las laderas; las
voces de los Dioses de la Tierra son violentas y airadas; temen la
llegada de Barzai, el Sabio, porque es más grande que ellos... La luz de la
luna fluctúa, y los Dioses de la Tierra danzan frente a ella; veré
danzar sus formas, saltando y aullando a la luz de la luna... La luz se
debilita; los dioses tienen miedo...»
Mientras Barzai gritaba estas cosas, Atal
notó un cambio espectral en todo el aire, como si las Leyes de la Tierra
cedieran ante otras leyes superiores; porque aunque el sendero era más
pronunciado que nunca, el asenso se había vuelto espantosamente fácil, y la
cornisa apenas fue un obstáculo cuando llegó a ella y trepó peligrosamente por
su cara convexa. El resplandor de la luna se había apagado extrañamente; y
mientras Atal se adelantaba en las brumas, monte arriba, oyó a Barzai, el
Sabio, gritar entre las sombras:
«La luna es oscura, y los dioses danzan en la
noche; hay terror en la noche; hay terror en el cielo, pues la luna ha sufrido
un eclipse que ni los libros humanos ni los Dioses de la Tierra han sido
capaces de predecir... Hay una magia desconocida
en el Hatheg-Kla, pues los gritos de los dioses asustados se han convertido en
risas, y las laderas de hielo ascienden interminablemente hacia los cielos
tenebrosos, en los que ahora me sumerjo... ¡Eh! ¡Eh! ¡Al fin! ¡En la débil luz,
he percibido a los Dioses de la Tierra!»
Y entonces Atal, deslizándose monte arriba con vertiginosa rapidez por
inconcebibles pendientes, oyó en la oscuridad una risa repugnante, mezclada con
gritos que ningún hombre puede haber oído salvo en el Fleguetonte de
inenarrables pesadillas; un grito en el que vibró el horror y la angustia de
una vida tormentosa comprimida en un instante atroz:«¡Los Otros Dioses! ¡Los Otros Dioses! ¡Los Dioses de los Infiernos Exteriores que custodian a los débiles Dioses de la Tierra! ... ¡Aparta la mirada!... ¡Retrocede!... ¡No mires!
¡No mires! La venganza de los abismos infinitos... Ese maldito, ese condenado
precipicio... ¡Misericordiosos Dioses de la Tierra, estoy cayendo al cielo!»
Y mientras Atal cerraba los ojos, se taponaba
los oídos, y trataba de descender luchando contra la espantosa fuerza que le
atraía hacia desconocidas alturas, siguió resonando en el Hatheg-Kla el
estallido terrible de los truenos que despertaron a los pacíficos aldeanos de
las llanuras y a los honrados ciudadanos de Hatheg, de Nir y de Ulthar,
haciéndoles detenerse a observar, a través de las nubes, aquel extraño eclipse
que ningún libro había predicho jamás. Y cuando al fin salió la luna, Atal
estaba a salvo en las nieves inferiores de la montaña, fuera de la vista de los Dioses de la Tierra y de los Otros Dioses.
Ahora se dice en los mohosos Manuscritos Pnakóticos que Sansu no descubrió otra cosa que rocas mudas y
hielo, la vez que escaló el Hatheg-Kla en la juventud del mundo. Sin embargo,
cuando los hombres de Ulthar y de Nir y de Hatheg, reprimieron sus temores y
escalaron ese día esa cumbre encantada en busca de Barzai, el Sabio,
encontraron grabado en la roca desnuda de la cima un símbolo extraño y ciclópeo
de cincuenta codos de ancho, como si la roca hubiese sido hendida por un
titánico cincel. Y el símbolo era semejante al que los sabios descubrieron en
esas partes espantosas de los Manuscritos Pnakóticos que no se pueden leer. Eso encontraron.
Jamás llegaron a
encontrar a Barzai, el Sabio, ni lograron convencer al santo sacerdote Atal
para que rezase por el descanso de su alma. Y todavía hoy, las gentes de Ulthar
y de Nir y de Hatheg tienen miedo de los eclipses, y rezan por la noche, cuando
los pálidos vapores ocultan la cumbre de la montaña y la luna. Y por encima de
las brumas de Hatheg-Kla, los Dioses de la Tierra danzan a veces con nostalgia; porque saben que no corren peligro, y les
encanta venir a la desconocida Kadath en sus naves de nube a jugar como antaño,
como hacían cuando la Tierra era nueva y los hombres no escalaban las regiones
inaccesibles.
Howard Philips Lovecraft (Estados Unidos, 1890-1937).
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