"Me quedé en una habitación seca y polvorienta, tendido sobre un costal de paja..."
(Fragmento)
Recorrimos los caminos de Padua a Verona, luego regresamos a Padua para abastecernos de más lana, y continuamos nuestro viaje hasta Venecia. De allí, cruzamos el mar, entramos en Eslavonia, visitamos bellas ciudades y llegamos hasta los límites de Croacia. En Buda me enfermé de fiebre y Mateo me dejó solo en el hostal, con doce ducados, y volvió a Florencia, donde lo requerían ciertos negocios, y donde se suponía que debía encontrarme con él. Me quedé en una habitación seca y polvorienta, tendido sobre un costal de paja, sin médico, y con la puerta abierta a la taberna. La noche de San Martín, llegó una compañía de pífanos y flautistas, y con ella, unos quince o dieciséis soldados venecianos y tudescos. Después de beber una buena cantidad de jarros, aplastar las tazas de estaño y arrojar los cántaros contra la pared, comenzaron a bailar al son de un pífano. Sus caras rojas y regordetas pasaron delante de mi puerta, y, cuando me vieron recostado sobre el costal, decidieron arrastrarme por la taberna, gritando «¡Oh bebes, o mueres!», tras lo cual me lanzaron al aire repetidas veces con la manta, mientras la fiebre me martillaba la cabeza, y terminaron por meterme en el costal y cerrarme la abertura alrededor del cuello.
Sudé mucho, por lo qué, sin duda, me bajó la fiebre, aunque aún ardía en cólera. Tenía los brazos trabados y me habían quitado el alfanje, con el cual me hubiera arrojado sobre los soldados, incluso cubierto de paja. Pero en la cintura, debajo de las calzas, tenía un cuchillo corto envainado; logré deslizar la mano y con él pude cortar la tela del costal.
Quizá la fiebre aún me enardecía la cabeza, pero el recuerdo de la peste que habíamos dejado atrás en Florencia, y que luego se expandió por Eslavonia, se unió en mi mente a una idea que me había hecho del rostro de Sila, el dictador latino del que habla Cicerón. Según decían los atenienses, el dictador parecía una mora espolvoreada de harina. Decidí aterrorizar a los soldados venecianos y tudescos, y como estaba en medio de un cuartucho donde el hotelero guardaba sus provisiones y las frutas en conserva, rompí rápidamente un saco de harina de maíz. Me froté el rostro con el polvo, y cuando adquirí un color entre amarillo y blanco, me hice una pequeña herida en el brazo con el cuchillo y me embadurné con sangre para manchar la capa de harina en forma irregular.
Luego esperé en el costal y esperé a la banda de borrachos. Por fin llegaron, riéndose y tambaleándose; en cuanto me vieron la cara blanca y sangrienta empeza- ron a chocarse entre ellos y a gritar: «¡La peste, la peste!».
No había recuperado las armas, y el hostal ya estaba vacío. Me sentía curado, gracias a la transpiración que me causaron aquellos rufianes, así que emprendía el viaje a Florencia, donde debía reunirme con Mateo.
Lo encontré vagando por la campiña florentina, y muy maltrecho. No se atrevía a entrar en la ciudad, pues la peste seguía causando estragos. Cambiamos de rumbo y nos dirigimos, en nuestra búsqueda de fortuna, hacia los estados del papa Gregorio.
Marcel Schwob (Francia, 1867-1905).
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