Regresa la primavera a Vancouver.

lunes, 19 de octubre de 2020

Epidemias: DESCRIPCIÓN DE LA PESTE EN FLORENCIA, de Niccolò Machiavelli

"Y poniendo fin al trágico relato de la horrenda peste, me encomiendo al placer de un nuevo coloquio con ella."

(Fragmento)

Al no ver en torno mío persona cuyo respeto me pudiera contener, y como ella además me había mirado con sus piadosos ojos, me acerqué y le dije:

- Graciosa dama, si mi pregunta cortés no os molesta, tened la bondad de compla- cerme diciéndome qué razones os retienen aquí tan largamente y si puedo tener la suerte de serviros en algo.

- Como veis -me contestó- he esperado, hasta ahora en vano, que los frailes recen las completas. En cuanto a mis cuidados, son tantos que no ya vos, sino que cualquier otra persona de menos calidad podría valerme. Mi luto demuestra que de mi querido esposo me veo privada, y lo que más me duele es que haya muerto de la peste cruel y aunque yo en peligro de ella no estoy, por miedo a ella nadie se atreve a acercarse a mí, y vos mismo os apartaréis al haberlo sabido, como es prudente.

Su palabra, su voz y su preocupación por mi salud, me cautivaron el corazón si ya no me lo hubiera cautivado su belleza.

- ¿Por qué estáis sola? -volví a preguntarle.

- Porque me he quedado sola.

- ¿Sería de vuestro agrado tener compañía?

- Sólo es mi deseo el de vivir acompañada honestamente.

- Aún cuando a mí no me complaciera el ir acompañado de una dama, en vista de vuestra venusta y graciosa figura en la que puso la naturaleza para bien de todos sus esfuerzos y movido en compasión por vuestros afanes, dispuesto estoy a acompañaros y si bien mi edad no es la que pudiera conveniros, mis facultades y mis demás condiciones, son tales que podrán conveniros.

- De los hombres siempre son las promesas largas y corta la fe, según aprendí en las pasadas historias.

- A quien escribe, es lícito decir lo que quiere; pero quien prudentemente lee, no se fía de quien razonablemente no debe fiarse; lo mejor es que cada uno aprenda de sí mismo.

- Puesto que el cielo, dispensador de todos los bienes, junto  a vos me ha puesto, aún cuando jamás os he visto y no creo insipiraros particulares cuidados, puesto que de mí os contentáis, me parecería error y ofensa el no aceptaros.

Apenas había ella dicho estas palabras, cuando un ocioso fraile, de cabeza rapada, más apto para el remo que no para el sacrificio (cuyo nombre callo, para poder mejor hablar sis respetos) como el halcón cae a plomo sobre la pieza que ve en la tierra, se lanzó sobre la esbelta y delicada dama y muy domésticamente como si mil veces hubiese antes hablado con ella (según costumbre suya), le preguntó si no necesitaba ninguno de sus oficios. Yo me encargué de contestarle que por entonces de todo estaba satisfecha y para nada le servía su frailesca caridad.

El bigardo, que ya jadeaba al prometerse un encuentro muy agradable que hubiese destruido el nuestro, al ver que la caza se le iba, la fulminó con ojos de serpiente, pero acogido duramente por ella y poco acariciado por mí, abandonó la batida y se retiró en mal hora, barbotando no sé qué.

Pero no creáis que yo, como suele hacerse, me aparté de ella, sino que la acompañé hasta su casa y como había cautivado mi corazón llegamos a un acuerdo.

Cuando quedé solo y pleno de la dulce alegría que me había inspirado mi dulce compañera, por no desviarme de mi plan ni de mi costumbre, dirigí mis pasos al egregio y alegre templo de San Lorenzo, para ver si allí podía gozar como en otros años de mayo y de sus flores; pero allí recibí una impresión semejante a la de los que beben las sucias aguas del Leteo, pues aunque en la bellísima dama quería concentrar todos mis pensamientos, por todas partes y en todas las cosas y figuras creía ver al inoportuno e hipócrita fraile.

De tal manera los celos embargaban mi espíritu, que ocuparme de otra cosa no podía.

Pareciéndome que gastaba en vano el tiempo y deseando a todo trance, como convenido estaba, volver a ver a la deseada dama, me volví a mi casa en seguida.

Y poniendo fin al trágico relato de la horrenda peste, me encomiendo al placer de un nuevo coloquio con ella.

Nicolò Machiavelli (Italia, 1469-1527).

(Traducido al español por E. Barriobero y Herrán).
La ilustración corresponde a La bella (1536), de Tiziano, que se encuentra en la Galería Palatina de Florencia.

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