"... transcurridos varios minutos otras ovejas cayeron, quedando inertes y lívidas como las demás."
(Fragmento del capítulo XXI: Problemas en el redil)
«Joseph, las ovejas se están atiborrando».
Hubo un
momento en que el pensamiento de Bathsheba se tornó en habla y ésta en
exclamación. Apenas había recobrado la calma desde el disgusto que se llevó con
los comentarios de Oak
.- ¡Basta! ¡Basta, si serán idiotas! -exclamó, arrojando
la sombrilla y su libro de oraciones a mitad del pasillo, echando a correr en
dirección de la desgracia-. ¡A quién se le ocurre venir a buscarme en lugar de
sacarlos allí directamente! ¡Hatajo de zoquetes!
Tenía los ojos más oscuros y
brillantes que nunca. Si bien la belleza de Bathsheba pertenecía más al estilo
demoníaco que al angelical, nunca se veía tan hermosa como cuando se enfadaba,
sobre todo cuando el efecto era realzado por un elegante vestido de terciopelo
que se había puesto con esmero ante el espejo.
Los hombres salieron corriendo
tras ella en tropel, hacia el campo de trébol. Joseph se quedó sin aliento más
o menos a mitad del camino, como quien se marchita en un mundo que se vuelve
insoportable. Una vez recibido el estímulo que la presencia del ama les
proporcionaba, se metieron entre las ovejas con determinación. La mayor parte
de los animales enfermos estaban tumbados, y no se movían cuando se les animaba
a hacerlo. Cargaron a estos en brazos y condujeron a los demás al campo
contiguo. Una vez allí, y transcurridos varios minutos, otras ovejas cayeron,
quedando inertes y lívidas como las demás.
Bathsheba, con el corazón a punto de
estallar, contemplaba los mejores ejemplares de su rebaño tirados por el
suelo:
Hinchadas por el viento y el fétido vaho que expulsaban.
Muchas ovejas
echaban espuma por el hocico; su respiración era rauda y entrecortada, y todas
tenían el cuerpo gravemente hinchado.
-¡Ay, qué puedo hacer! ¡Qué puedo hacer!
-exclamaba Bathsheba con desesperación-. ¡Qué desgraciadas son las ovejas!
¡Siempre les pasa algo! No he conocido un solo rebaño que sobreviva más de un
año sin meterse en apuros.
- Sólo hay un modo de salvarlas -dijo Tail.
- ¿Cuál
¡Dímelo, de prisa!- Hay que perforarlas en el costado con un instrumento
especial.
- ¿Sabes cómo se hace? ¿Lo sé yo?
- No, señora. Nosotros no sabemos, y
usted tampoco. Hay que hacerlo en un punto muy preciso. Si se desvía un
centímetro a la derecha o a la izquierda, se mata a la oveja. Normalmente, ni
siquiera los pastores saben hacerlo.
- Entonces morirán -dijo Bathsheba con
resignación.
-Sólo hay un hombre en los contornos que sepa hacerlo -dijo Joseph,
que acababa de llegar en ese momento-. Si
estuviera aquí las curaría a todas.
Thomas Hardy (Inglaterra, 1840-1928).
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