"... taberna que enarbolaba por muestra la figura de un «Alegre Marinero»."
(Fragmentos)
Al toque de las doce de cierta noche del mes de
octubre, durante el caballeresco reinado de Eduardo III, dos marineros de la
tripulación del Free and Easy, goleta que traficaba entre Sluis y el Támesis y
que anclaba por el momento en este río, se asombraron muchísimo al hallarse
instalados en el salón de una taberna de la parroquia de St. Andrews, en
Londres, taberna que enarbolaba por muestra la figura de un «Alegre
Marinero».
(…)
En los tiempos de este memorable relato, así como muchos años antes y
muchos después, en toda Inglaterra, y especialmente en Londres, resonaba
periódicamente el espantoso clamor de: « ¡La peste!» La ciudad había quedado
muy despoblada, y en las horribles regiones vecinas al Támesis, donde entre
tenebrosas, angostas e inmundas callejuelas y pasajes parecía haber nacido el
Demonio de la Enfermedad, erraban tan sólo el Temor, el Horror y la
Superstición. Por orden del rey aquellos distritos habían sido condenados, y se
prohibía, bajo pena de muerte, penetrar en sus espantosas soledades. Empero, el
mandato del monarca, las barreras erigidas a la entrada de las calles y, sobre
todo, el peligro de una muerte atroz que con casi absoluta seguridad se
adueñaba del infeliz que osara la aventura, no podían impedir que las casas,
vacías y desamuebladas, fueran saqueadas noche a noche por quienes buscaban el
hierro, el bronce o el plomo, que podía luego venderse ventajo- samente.
Lo que es
más, cada vez que al llegar el invierno se abrían las barreras, se comprobaba que los cerrojos, las cadenas y los sótanos secretos habían servido de poco
para proteger los ricos depósitos de vinos y licores que, teniendo en cuenta el
riesgo y la dificultad de todo traslado, fueran dejados bajo tan insuficiente
custodia por los comerciantes de alcoholes de aquellas barriadas. Pocos, sin
embargo, entre aquellos empavorecidos ciudadanos atribuían los pillajes a la
mano del hombre. Los demonios populares del mal eran los espíritus de la peste,
los dueños de la plaga y los diablos de la fiebre; se contaban historias tan
escalofriantes, que aquella masa de edificios prohibidos terminó envuelta en el
terror como en una mortaja, y hasta los saqueadores solían retroceder aterrados
por la atmósfera que sus propias depredaciones habían creado; así, el circuito
estaba entregado por completo a la más lúgubre melancolía, al silencio, a la
pestilencia y a la muerte.
En una de aquellas aterradoras barreras que señalaban
el comienzo de la región condenada se vieron súbitamente detenidos Patas y el
digno Hugh Tarpaulin en el curso de su carrera callejuelas abajo. Imposible era
retroceder y tampoco perder un segundo, pues sus perseguidores les pisaban los
talones. Pero, para lobos de mar como ellos, trepar por aquellas toscas
planchas de madera era cosa de juego; excitados por la doble razón del ejercicio
y del licor, escalaron en un santiamén la valla y, animándose en su carrera de
borrachos con gritos y juramentos, no tardaron en perderse en el fétido e
intrincado laberinto.
De no haber estado borrachos perdidos, sus tambaleantes
pasos se hubieran visto muy pronto paralizados por el horror de su situación.
El aire era helado y brumoso. Las piedras del pavimento, arrancadas de sus
alvéolos, aparecían en montones entre los pastos crecidos, que llegaban más
arriba de los tobillos. Casas demolidas ocupaban las calles. Los hedores más
fétidos y ponzoñosos lo invadían todo; y con ayuda de esa luz espectral que,
aun a medianoche, no deja nunca de emanar de toda atmósfera pestilencial, era
posible columbrar en los atajos y callejones, o pudriéndose en las habitaciones
sin ventanas, los cadáveres de muchos ladrones nocturnos a quienes la mano de
la peste había detenido en el momento mismo en que cometían sus fechorías.
Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 1809-1849).
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