"... y un barco de vela alto (…) Detrás del barco estaba la jungla..."
(Fragmento)
Oh, no, necesito calor, y su memoria cambió de rumbo y
vagó en busca de otro lugar que había conocido antes y que había querido más,
que ya sólo podía ver en errantes fragmentos de palmeras y cedros, sombras
oscuras y un cielo que calentaba sin deslumbrar como ese extraño cielo la había
deslumbrado sin calentarla: el largo y lento ondular del musgo gris en la
soñolienta sombra de los robles, el espacioso revoloteo de los buitres sobre la
cabeza, el olor de las hierbas pisadas a lo largo de la rivera y, sin previo
aviso, un río ancho y tranquilo en el que confluían todos los ríos que había
conocido. Las paredes se inclinaron hacia atrás en un movimiento silencioso y
decidido, y un barco de vela alto estaba amarrado cerca, con una pasarela de
desembarco ennegrecida por la intemperie tocando los pies de su cama. Detrás
del barco estaba la jungla e, incluso en el momento en que apareció ante ella,
supo que era todo lo que había leído o le habían contado, había sentido o había
pensado acerca de la jungla: un lugar de muerte secreto, terriblemente vivo y
retorcido, que bullía con marañas de serpientes moteadas, aves con los colores
del arco iris y ojos malignos, leopardos con caras sabias y leones con
extravagantes melenas, monos chillones de brazos largos que brincaban por entre
las hojas anchas y carnosas que brillaban con luz sulfurosa y exudaban el icor
de la muerte, y troncos podridos de árboles desconocidos tendidos en el limo.
Sin sorpresa, desde su almohada, Miranda se vio a sí misma correr velozmente
por la pasarela hasta la cubierta inclinada y allí de pie inclinarse sobre la
barandilla y agitar el brazo alegremente para despedirse de sí misma en la
cama, después la esbelta nave extendió sus alas y se adentró en la jungla. El
aire temblaba con los chillidos penetrantes y los roncos bramidos de voces que
gritaban todas juntas, rodando y entrechocando por encima de ella como nubes de
tormenta, y las palabras se convirtieron en sólo dos palabras que se alzaban y
descendían en un clamor sobre su cabeza. Peligro, peligro, peligro, decían las
voces, y guerra, guerra, guerra. La puerta estaba entreabierta, Adam estaba de
pie con la mano en el picaporte y la señorita Hobbe, con la cara distorsionada
por el terror, gritaba en tono agudo:
- Se lo digo en serio, tienen que venir a
buscarla inmediatamente, de lo contrario la pondré de patitas en la calle... Se
lo digo en serio, esto es una plaga, la peste, Dios mío, ¡y yo tengo una casa
llena de gente en la que debo pensar!
- Ya lo sé -dijo Adam-. Vendrán a buscarla
mañana por la mañana.
- Mañana por la mañana, Dios mío, ¡será mejor que vengan
ya!
- No se puede conseguir una ambulancia -dijo Adam- y no hay camas. Tampoco
hemos podido encontrar un médico ni una enfermera. Todos están ocupados. Eso es
lo que hay. No entre usted en la habitación y yo me ocuparé de ella.
- Sí, usted
se ocupará de ella, ya lo veo -dijo la señorita Hobbe con un tono
particu- larmente desagradable.
- Sí, eso es lo que he dicho -contestó Adam,
cortante-. Usted manténgase al margen.
Él cerró la puerta con cuidado. Llevaba
un surtido de paquetes mal hechos y su cara estaba asombrosamente impasible.
-
¿Has oído eso? -preguntó inclinándose sobre ella y hablándole bajito.
- Casi
todo -dijo Miranda-. Una perspectiva agradable, ¿no?
- Tengo tu medicina -dijo
Adam- y vas a empezar a tomarla ahora mismo. No puede echarte.
- Conque las
cosas están realmente así de mal -dijo Miranda.
- No pueden estar peor -dijo
Adam-. Todos los teatros y casi todas las tiendas y restaurantes están cerrados
y las calles han estado atestadas de cortejos fúnebres todo el día y de
ambulancias toda la noche.
Katherine Anne Porter (Estados Unidos, 1890-1980).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario