Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

martes, 19 de mayo de 2020

Epidemias: PÁLIDO CABALLO, PÁLIDO JINETE, de Katherine Anne Porter

"... y un barco de vela alto (…) Detrás del barco estaba la jungla..."

(Fragmento)

Oh, no, necesito calor, y su memoria cambió de rumbo y vagó en busca de otro lugar que había conocido antes y que había querido más, que ya sólo podía ver en errantes fragmentos de palmeras y cedros, sombras oscuras y un cielo que calentaba sin deslumbrar como ese extraño cielo la había deslumbrado sin calentarla: el largo y lento ondular del musgo gris en la soñolienta sombra de los robles, el espacioso revoloteo de los buitres sobre la cabeza, el olor de las hierbas pisadas a lo largo de la rivera y, sin previo aviso, un río ancho y tranquilo en el que confluían todos los ríos que había conocido. Las paredes se inclinaron hacia atrás en un movimiento silencioso y decidido, y un barco de vela alto estaba amarrado cerca, con una pasarela de desembarco ennegrecida por la intemperie tocando los pies de su cama. Detrás del barco estaba la jungla e, incluso en el momento en que apareció ante ella, supo que era todo lo que había leído o le habían contado, había sentido o había pensado acerca de la jungla: un lugar de muerte secreto, terriblemente vivo y retorcido, que bullía con marañas de serpientes moteadas, aves con los colores del arco iris y ojos malignos, leopardos con caras sabias y leones con extravagantes melenas, monos chillones de brazos largos que brincaban por entre las hojas anchas y carnosas que brillaban con luz sulfurosa y exudaban el icor de la muerte, y troncos podridos de árboles desconocidos tendidos en el limo. Sin sorpresa, desde su almohada, Miranda se vio a sí misma correr velozmente por la pasarela hasta la cubierta inclinada y allí de pie inclinarse sobre la barandilla y agitar el brazo alegremente para despedirse de sí misma en la cama, después la esbelta nave extendió sus alas y se adentró en la jungla. El aire temblaba con los chillidos penetrantes y los roncos bramidos de voces que gritaban todas juntas, rodando y entrechocando por encima de ella como nubes de tormenta, y las palabras se convirtieron en sólo dos palabras que se alzaban y descendían en un clamor sobre su cabeza. Peligro, peligro, peligro, decían las voces, y guerra, guerra, guerra. La puerta estaba entreabierta, Adam estaba de pie con la mano en el picaporte y la señorita Hobbe, con la cara distorsionada por el terror, gritaba en tono agudo:

- Se lo digo en serio, tienen que venir a buscarla inmediatamente, de lo contrario la pondré de patitas en la calle... Se lo digo en serio, esto es una plaga, la peste, Dios mío, ¡y yo tengo una casa llena de gente en la que debo pensar!

- Ya lo sé -dijo Adam-. Vendrán a buscarla mañana por la mañana.

- Mañana por la mañana, Dios mío, ¡será mejor que vengan ya!

- No se puede conseguir una ambulancia -dijo Adam- y no hay camas. Tampoco hemos podido encontrar un médico ni una enfermera. Todos están ocupados. Eso es lo que hay. No entre usted en la habitación y yo me ocuparé de ella.

- Sí, usted se ocupará de ella, ya lo veo -dijo la señorita Hobbe con un tono particu- larmente desagradable.

- Sí, eso es lo que he dicho -contestó Adam, cortante-. Usted manténgase al margen.

Él cerró la puerta con cuidado. Llevaba un surtido de paquetes mal hechos y su cara estaba asombrosamente impasible.

- ¿Has oído eso? -preguntó inclinándose sobre ella y hablándole bajito.

- Casi todo -dijo Miranda-. Una perspectiva agradable, ¿no?

- Tengo tu medicina -dijo Adam- y vas a empezar a tomarla ahora mismo. No puede echarte.

- Conque las cosas están realmente así de mal -dijo Miranda.

- No pueden estar peor -dijo Adam-. Todos los teatros y casi todas las tiendas y restaurantes están cerrados y las calles han estado atestadas de cortejos fúnebres todo el día y de ambulancias toda la noche.


Katherine Anne Porter (Estados Unidos, 1890-1980).

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