Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

martes, 26 de mayo de 2020

Epidemias: EREWHON, de Samuel Butler

"Su médico (…) le ordenó que comiera carne, sin hacer caso de la ley."

(Fragmento del capítulo Las ideas de un profeta erewhoniano sobre los derechos de los animales)

En cuanto a la carne de los animales que habían muerto realmente de muerte natural, el permiso para comerla era inútil, por cuanto solía devorarla algún otro animal antes de que el hombre la pudiese utilizar; o, por el contrario, estaba a menudo envenenada; de modo que no quedaba a las gentes más remedio que burlar la ley valiéndose de alguno de los medios antedichos, o hacerse vegetarianos. Esta última alternativa era tan poco del gusto de los erewhonianos que las leyes que prohibían matar animales llegaron a caer en desuso y probablemente habrían sido derogadas si no hubiera sobrevenido una epidemia de peste, que los sacerdotes y profetas de aquella época atribuyeron a las transgresiones de la gente en lo de comer carne prohibida. Entonces se produjo una reacción, se votaron leyes severísimas prohibiendo el consumo de la carne en cualquier forma que fuese y ordenando que en los mercados y tiendas sólo se vendieran, como alimentos, cereales, frutas, verduras y legumbres. Dichas leyes fueron puestas en ejecución unos doscientos años después de la muerte del viejo profeta que había empezado a sembrar la inquietud en la conciencia de la gente con los derechos de los animales; pero apenas fueron promulgadas, volvieron a infringirlas de nuevo.

Me dijeron que la peor consecuencia de tantas sandeces no era el hecho de obligar a las personas respetuosas de la ley a pasar sin alimento animal. Muchos pueblos pasan sin ello y no parecen hallarse peor por este motivo; y hasta en ciertos países donde en general se come carne, como Italia, España y Grecia, los pobres apenas si la prueban en todo el año. El mal consistía en la perturbación que esa prohibición excesiva había de producir en la conciencia de todos; exceptuando a los bastante fuertes para saber que, si bien la conciencia es en general una bendición, puede también ser un veneno. Al despertarse la conciencia de un individuo, le lleva a menudo a ejecutar sin reflexión ciertos actos que habría sido preferible que dejase de realizar, pero tratándose de la conciencia de una nación entera, despertada por un venerable anciano en relación constante con un Poder invisible, hay para pavimentar el infierno entero con buenas intenciones fracasadas.

A los jóvenes se les decía que era un pecado hacer lo que sus antepasados habían hecho impunemente durante siglos; además, los que les daban sermones sobre el horrendo vicio de comer carne eran gentes académicas y antipáticas; y aunque intimidaban a todos los jóvenes, con excepción de los más atrevidos, pocos eran los que no les tenían aversión. Por muchas precauciones que se empleasen en persuadir al muchacho o a la joven, pronto se daban cuenta de que los hombres y las mujeres dotados de alguna experiencia mundana, gente mucho más agradable, por regla general, que los profetas que les predicaban la abstención, hablaban siempre con burla y desprecio de las nuevas leyes doctrinarias y tenían reputación de infringirlas en secreto, aunque no se atrevían a hacerlo abiertamente. No es de extrañar, por lo tanto, que los preceptos de No-Tocar, No-Catar, No-Palpar, tantas veces dictados por sus directores, tuviesen por resultado el inducir a los más humanos entre los estudiantes a poner en tela de, juicio muchas cosas que de lo contrario habrían aceptado sin vacilar.

Se cuenta la triste historia de un joven de naturaleza amable y que prometía mucho, pero dotado, para su desgracia, de más conciencia que seso. Su médico (pues, según he dicho anteriormente, la enfermedad no se consideraba aún como criminal) le ordenó que comiera carne, sin hacer caso de la ley. Se escandalizó, y durante algún tiempo se negó a seguir lo que estimaba un consejo perverso del médico. Finalmente, sin embargo, al notar que se debilitaba más cada día, se deslizó furtivamente una noche oscura hasta uno de esos antros donde vendían carne subrepticiamente, y compró una libra de filete de primera. Se lo llevó a su domicilio, lo guisó en su dormitorio cuando todos los moradores de la casa se habían retirado a descansar, lo comió, y aunque el remordimiento y la vergüenza no le dejaron conciliar el sueño, se sentía hasta tal punto mejorado por la mañana del siguiente día, que no se reconocía a sí mismo.

Samuel Butler (Inglaterra, 1835-1902).

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