"Su médico (…) le ordenó que comiera carne, sin hacer caso de la ley."
(Fragmento del capítulo Las ideas de un profeta erewhoniano sobre los derechos de los animales)
(Fragmento del capítulo Las ideas de un profeta erewhoniano sobre los derechos de los animales)
En cuanto a la carne de los animales que habían muerto
realmente de muerte natural, el permiso para comerla era inútil, por cuanto
solía devorarla algún otro animal antes de que el hombre la pudiese utilizar;
o, por el contrario, estaba a menudo envenenada; de modo que no quedaba a las
gentes más remedio que burlar la ley valiéndose de alguno de los medios
antedichos, o hacerse vegetarianos. Esta última alternativa era tan poco del
gusto de los erewhonianos que las leyes que prohibían matar animales llegaron a
caer en desuso y probablemente habrían sido derogadas si no hubiera sobrevenido
una epidemia de peste, que los sacerdotes y profetas de aquella época
atribuyeron a las transgresiones de la gente en lo de comer carne prohibida.
Entonces se produjo una reacción, se votaron leyes severísimas prohibiendo el
consumo de la carne en cualquier forma que fuese y ordenando que en los
mercados y tiendas sólo se vendieran, como alimentos, cereales, frutas,
verduras y legumbres. Dichas leyes fueron puestas en ejecución unos doscientos
años después de la muerte del viejo profeta que había empezado a sembrar la
inquietud en la conciencia de la gente con los derechos de los animales; pero
apenas fueron promulgadas, volvieron a infringirlas de nuevo.
Me dijeron que la
peor consecuencia de tantas sandeces no era el hecho de obligar a las personas
respetuosas de la ley a pasar sin alimento animal. Muchos pueblos pasan sin
ello y no parecen hallarse peor por este motivo; y hasta en ciertos países
donde en general se come carne, como Italia, España y Grecia, los pobres apenas
si la prueban en todo el año. El mal consistía en la perturbación que esa
prohibición excesiva había de producir en la conciencia de todos; exceptuando a
los bastante fuertes para saber que, si bien la conciencia es en general una
bendición, puede también ser un veneno. Al despertarse la conciencia de un
individuo, le lleva a menudo a ejecutar sin reflexión ciertos actos que habría
sido preferible que dejase de realizar, pero tratándose de la conciencia de una
nación entera, despertada por un venerable anciano en relación constante con un
Poder invisible, hay para pavimentar el infierno entero con buenas intenciones
fracasadas.
A los jóvenes se les decía que era un pecado hacer lo que sus
antepasados habían hecho impunemente durante siglos; además, los que les daban
sermones sobre el horrendo vicio de comer carne eran gentes académicas y
antipáticas; y aunque intimidaban a todos los jóvenes, con excepción de los más
atrevidos, pocos eran los que no les tenían aversión. Por muchas precauciones
que se empleasen en persuadir al muchacho o a la joven, pronto se daban cuenta
de que los hombres y las mujeres dotados de alguna experiencia mundana, gente
mucho más agradable, por regla general, que los profetas que les predicaban la
abstención, hablaban siempre con burla y desprecio de las nuevas leyes
doctrinarias y tenían reputación de infringirlas en secreto, aunque no se
atrevían a hacerlo abiertamente. No es de extrañar, por lo tanto, que los
preceptos de No-Tocar, No-Catar, No-Palpar, tantas veces dictados por sus
directores, tuviesen por resultado el inducir a los más humanos entre los
estudiantes a poner en tela de, juicio muchas cosas que de lo contrario habrían
aceptado sin vacilar.
Se cuenta la triste historia de un joven de naturaleza amable
y que prometía mucho, pero dotado, para su desgracia, de más conciencia que
seso. Su médico (pues, según he dicho anteriormente, la enfermedad no se
consideraba aún como criminal) le ordenó que comiera carne, sin hacer caso de la
ley. Se escandalizó, y durante algún tiempo se negó a seguir lo que estimaba un
consejo perverso del médico. Finalmente, sin embargo, al notar que se
debilitaba más cada día, se deslizó furtivamente una noche oscura hasta uno de
esos antros donde vendían carne subrepticiamente, y compró una libra de filete
de primera. Se lo llevó a su domicilio, lo guisó en su dormitorio cuando todos
los moradores de la casa se habían retirado a descansar, lo comió, y aunque el
remordimiento y la vergüenza no le dejaron conciliar el sueño, se sentía hasta
tal punto mejorado por la mañana del siguiente día, que no se reconocía a sí
mismo.
Samuel Butler (Inglaterra, 1835-1902).
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