Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 16 de mayo de 2020

Epidemias: LOS SOLITARIOS DEL OCÉANO, de Emilio Salgari

"¡Capitán!, exclamó uno de ellos con voz temblorosa: ¡La peste!"

(Fragmento del capítulo IV: Los estragos de la peste)

Iba a subir al castillo de proa, cuando vio a un hombre agarrarse desesperadamente a una cuerda del trinquete, hacer un esfuerzo supremo por mantenerse en pie y caer luego pesadamente, retorciéndose de un modo convulsivo. El capitán se detuvo pálido como un muerto, y luego dio rápidamente dos pasos atrás, gritando:

- ¡Pronto, marineros!

Algunos hombres se lanzaron hacia el castillo; pero en el acto se detuvieron sin atreverse a tocar a su camarada, que continuaba retorciéndose y lanzando sordos gemidos.

- ¡Capitán! -exclamó uno de ellos, con voz temblorosa: ¡La peste!

Un atroz exabrupto se escapó de los labios del gigante. El viejo bosman también había acudido. 

- ¡Ha sido atacado por la peste! -exclamó-. Si la epidemia estalla sobre cubierta, estamos perdidos!

- ¡Llévenselo de aquí! -dijo el gigante con acento de terror. Ninguno se atrevió a acercarse al apestado, que permaneció solo, agotándose entre las cuerdas amontonadas en la base del bauprés-. - ¡Llévenselo de ahí! -repitió el capitán, manteniéndose siempre a prudente distancia.

- ¿Y quién ha de tocarle? -preguntó el bosman-. Además, a dónde le llevamos?

- ¡Adonde sea! ¡Échenlo al mar!

- Tenga usted en cuenta que es uno de los nuestros, y la tripulación no le perdonaría a usted semejante crueldad -dijo el oficial argentino. El asunto era tan evidente, que el capitán no tuvo aliento para rebatir las observaciones del viejo contramaestre.

- Entonces, ¿qué me aconsejan ustedes que haga?- preguntó después de algunos instantes.

- Tratemos de curarle repuso el argentino.

- Nadie querrá encargarse de ello; y, además, no tenemos medicinas a bordo. El botiquín está vacío hace mucho tiempo, y no me he cuidado de reponerlo.

- Pues hay que intentar alguna cosa, capitán -repuso el contramaestre-.

- ¿Y dónde colocar al enfermo? ¿En la cámara común? Todos morirían.

- Hay un camarote vacío sobre el cuadro de popa.

- ¿Y quién lo llevará allí?

- Yo mismo.

- Pues cogerás la peste, Francisco.

- Ya soy viejo, capitán -dijo el contramaestre, sonriendo. Y al decir eso, se lanzó al castillo, exclamando: Fuera de aquí, miedosos!

Se inclinó sobre el marinero, que continuaba agitándose sobre las cuerdas y lanzando desgarradores quejidos. El desgraciado estaba lívido, tenía los labios cubiertos por una espuma sanguinolenta y sobre su pecho semidesnudo se veían anchas manchas amarillas.

- ¡No te asustes, camarada! dijo el contramaestre. ¡La peste no siempre mata!

- Soy hombre muerto -murmuró el apestado-. Esos malditos chinos son los que han traído la peste a bordo.

- Eres joven y robusto, y te puedes curar.

- ¿Qué haces, Francisco? -preguntó el enfermo al ver al contramaestre querer levantarle.

- Te llevo al camarote del cuadro.

- Te contagiaré la peste.

- ¡No te cuides de eso! Además, el jefe de los coolies ha llevado los muertos, y, sin embargo, vive.

Dicho esto, levantó al desgraciado entre sus robustos brazos y lo transportó al camarote. Aquella misma tarde, el marinero era lanzado al mar envuelto en su hamaca y con una bala de cañón atada a los pies.

- Esperemos ahora que me toque a mí -dijo tristemente el viejo contramaestre al verle desaparecer entre las aguas y a los tiburones lanzarse sobre su presa-. Vamos a tomar un sorbo de aguardiente, y que suceda lo que Dios quiera.


Emilio Salgari (Italia, 1862-1911).

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