"¡Capitán!, exclamó uno de ellos con voz temblorosa: ¡La peste!"
(Fragmento del capítulo IV: Los estragos de la peste)
Iba a subir al castillo de proa, cuando vio a un hombre
agarrarse desesperadamente a una cuerda del trinquete, hacer un esfuerzo
supremo por mantenerse en pie y caer luego pesadamente, retorciéndose de un
modo convulsivo. El capitán se detuvo pálido como un muerto, y luego dio
rápidamente dos pasos atrás, gritando:
- ¡Pronto, marineros!
Algunos hombres se
lanzaron hacia el castillo; pero en el acto se detuvieron sin atreverse a tocar
a su camarada, que continuaba retorciéndose y lanzando sordos gemidos.
- ¡Capitán! -exclamó uno de ellos, con voz temblorosa: ¡La peste!
Un atroz exabrupto se escapó de los labios del gigante. El viejo bosman también había acudido.
- ¡Ha
sido atacado por la peste! -exclamó-. Si la epidemia estalla sobre cubierta,
estamos perdidos!
- ¡Llévenselo de aquí! -dijo el gigante con acento de terror.
Ninguno se atrevió a acercarse al apestado, que permaneció solo, agotándose
entre las cuerdas amontonadas en la base del bauprés-. - ¡Llévenselo de ahí! -repitió
el capitán, manteniéndose siempre a prudente distancia.
- ¿Y quién ha de tocarle? -preguntó el bosman-. Además, a dónde le llevamos?
- ¡Adonde sea! ¡Échenlo al mar!
- Tenga usted en cuenta que es uno de los nuestros, y la tripulación no le
perdonaría a usted semejante crueldad -dijo el oficial argentino. El asunto era
tan evidente, que el capitán no tuvo aliento para rebatir las observaciones del
viejo contramaestre.
- Entonces, ¿qué me aconsejan ustedes que haga?- preguntó
después de algunos instantes.
- Tratemos de curarle repuso el argentino.
- Nadie
querrá encargarse de ello; y, además, no tenemos medicinas a bordo. El botiquín
está vacío hace mucho tiempo, y no me he cuidado de reponerlo.
- Pues hay que
intentar alguna cosa, capitán -repuso el contramaestre-.
- ¿Y dónde colocar al
enfermo? ¿En la cámara común? Todos morirían.
- Hay un camarote vacío sobre el
cuadro de popa.
- ¿Y quién lo llevará allí?
- Yo mismo.
- Pues cogerás la peste,
Francisco.
- Ya soy viejo, capitán -dijo el contramaestre, sonriendo. Y al decir
eso, se lanzó al castillo, exclamando: Fuera de aquí, miedosos!
Se inclinó
sobre el marinero, que continuaba agitándose sobre las cuerdas y lanzando
desgarradores quejidos. El desgraciado estaba lívido, tenía los labios cubiertos
por una espuma sanguinolenta y sobre su pecho semidesnudo se veían anchas
manchas amarillas.
- ¡No te asustes, camarada! dijo el contramaestre. ¡La peste no
siempre mata!
- Soy hombre muerto -murmuró el apestado-. Esos malditos chinos son
los que han traído la peste a bordo.
- Eres joven y robusto, y te puedes curar.
- ¿Qué
haces, Francisco? -preguntó el enfermo al ver al contramaestre querer
levantarle.
- Te llevo al camarote del cuadro.
- Te contagiaré la peste.
- ¡No te
cuides de eso! Además, el jefe de los coolies ha llevado los muertos, y, sin
embargo, vive.
Dicho esto, levantó al desgraciado entre sus robustos brazos y
lo transportó al camarote. Aquella misma tarde, el marinero era lanzado al mar
envuelto en su hamaca y con una bala de cañón atada a los pies.
- Esperemos ahora
que me toque a mí -dijo tristemente el viejo contramaestre al verle desaparecer
entre las aguas y a los tiburones lanzarse sobre su presa-. Vamos a tomar un
sorbo de aguardiente, y que suceda lo que Dios quiera.
Emilio Salgari (Italia, 1862-1911).
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