(Fragmento del Libro Cuarto, capítulo II: Claude Frollo)
Fue por aquel entonces cuando los excesivos calores
del verano de 1466 provocaron aquella gran peste que se llevó a más de cuarenta
mil criaturas en el vizcondado de París, entre los que hay que contar, dice
Jean de Troyes, a «maese Arnoul», astrólogo del rey, que era un hombre de bien,
conocedor y muy agradable». Había corrido el rumor por la Universidad de que la
calle Tirechappe había sido particularmente devastada por la enfermedad, y era
allí precisamente en donde residían, en su feudo, los padres de Claude. Acudió
alarmado el joven estudiante a la casa paterna y se encontró con que los dos
habían muerto la víspera. Un hermanito que tenía, todavía de pañales, vivía aún
y estaba llorando abandonado en su cuna. Era la única familia que le quedaba,
así que cogió al niño en brazos y salió cabizbajo y pensativo pues hasta
entonces sólo había vivido inmerso en la ciencia y en adelante tendría que
ocuparse de la vida.
Esta catástrofe provocó una profunda crisis en la
existencia de Claude; huérfano, hermano mayor, cabeza de familia a los diecinueve
años, se sintió muy bruscamente arrancado de sus fantasías de estudiante a la
realidad de la vida. Entonces, lleno de piedad, se consagró apasionadamente a
su hermano; circunstancia extraña y dulce esta de los afectos humanitarios en
alguien que, como él, sólo se había hasta entonces preocupado por los libros.
Aquel
afecto se desarrolló de una manera singular y, por tratarse de un alma nueva,
fue casi como un primer amor. Separado desde la infancia de sus padres, a
quienes apenas si había conocido, enclaustrado, emparedado casi entre sus
libros, ávido sobre todo de estudiar y de aprender, pendiente hasta entonces de
su inteligencia, que se dilataba con los conocimientos y atento a su
imaginación que crecía con las lecturas, el pobre estudiante no había tenido
tiempo de sentir su corazón y así, ese hermanito sin padre ni madre, ese niño
caído bruscamente del cielo en sus brazos, hizo de él un hombre nuevo. Se dio
cuenta de que existía en el mundo algo más que las especulaciones de la Sorbona
y los poemas de Homero; de que el hombre necesita afectos, de que la vida sin
ternura y sin amor es un engranaje seco y chirriante y llegó a figurarse, sólo
a figurarse, pues estaba aún en esa edad en la que las ilusiones sólo son
reemplazadas por otras ilusiones, que los vínculos de la sangre y de la familia
eran los únicos indispensables y que un hermanito bastaba para colmar toda una
vida.
Víctor Hugo (Francia, 1802-1885).
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