"En una ciudad, Goldmundo vio arder (…) todo el barrio judío, casa por casa..."
(Fragmento del capítulo XIV)
Y, sin embargo,
lo que le esperaba era aún peor de lo que se había figurado. La cosa empezó ya en las
primeras caserías y aldeas, y persistió y se fue haciendo más grave cuanto más
avanzaba. Toda la comarca, el país entero estaban bajo una nube de muerte, bajo un velo de
congoja, horror y taciturnidad y lo peor no eran las casas deshabitadas ni los perros
muertos de hambre que se pudrían atados a la cadena, ni los cadáveres insepultos, ni
los niños mendicantes, ni las grandes fosas comunes junto a las ciudades. Lo peor eran los
vivos, que, bajo el peso de terrores y angustias mortales, parecían haber perdido
los ojos y el alma. Cosas extrañas y terribles oyó y vio por dondequiera el vagabundo. Hubo
padres que abandonaron a sus hijos y maridos que abandonaron a sus mujeres cuando
se enfermaron. Los sayones de la peste y los esbirros que del hospital mandaban como
verdugos saqueaban las casas sin moradores y, cuando les parecía, dejaban sin
enterrar los cadáveres, o bien sacaban de sus lechos a los moribundos antes de que hubiesen
expirado y los echaban a las carretas mortuorias. Aterrados fugitivos vagaban
solitarios de un lado para otro, alocados, rehuyendo todo contacto con los hombres,
aguijados por el miedo a la muerte. Otros se juntaban en un frenético y espantado afán
de vivir y celebraban francachelas y fiestas danzantes y amatorias en que la muerte tocaba
el violín. Desamparados, plañiendo o blasfemando, permanecían algunos
acurrucados junto a los cementerios o ante sus casas desiertas. Y, lo que era peor aún que
todo eso, cada cual buscaba una cabeza de turco para aquella sufrida calamidad, cada
cual afirmaba conocer a los malvados, culpables y causantes de la peste. Decíase
que había ciertos hombres diabólicos que, recreándose en el mal ajeno, procuraban la
difusión de la mortandad recogiendo en los cadáveres el morbo de la epidemia y untando
luego con él paredes y picaportes y emponzoñando los aljibes y el ganado. Aquel
sobre quien recayera la sospecha de tal atrocidad estaba perdido si no era advertido a
tiempo y podía darse a la fuga; la justicia o el populacho lo liquidaban. Además, los
ricos culpaban a los pobres y viceversa, o bien los acusados eran los judíos o los extranjeros
o los médicos. En una ciudad, Goldrnundo vio arder, reventando de indignación,
todo el barrio judío, casa por casa; el pueblo contemplaba el espectáculo con gran algazara, y
a los que huían dando gritos se les obligaba a retornar al fuego. En el desvarío del
miedo y de la exasperación fueron muertos, quemados y atormentados muchos
inocentes, en todas partes. Con ira y asco observaba Goldmundo aquel panorama, el
mundo parecía desquiciado emponzoñado, parecía que no hubiese ya alegría,
inocencia, amor alguno sobre la tierra.
Hermann Hesse (Alemán nacionalizado suizo, 1877-1962).
Obtuvo el premio Nobel en 1946.
(Traducido al español por Luis Tobío).
(Traducido al español por Luis Tobío).
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