(Fragmento del capítulo 20: El eclipse)
Ese fue el desastroso 14 de octubre, el día en que
también recibimos la advertencia de la peste que habría de costamos tan cara.
No era una fiebre maligna de la especie que dio a Portobello, Panamá, Santo
Tomé y muchos otros puertos tan siniestra fama: ninguno de los que la padecían
moría de modo repentino, como en esos sitios unas horas más tarde, después de
manifestados los primeros síntomas de la enfermedad. Algunos languidecían
durante semanas y aun meses, de acuerdo con la fortaleza de su constitución;
otros, como yo, superaban el ataque al cabo de unos pocos días. Sus síntomas
eran mareos, dolores de garganta, alta fiebre durante la noche, acompa- ñada de
pesadillas y delirio, una terrible lasitud durante el día y un estómago tan
débil que aun la comida más saludable sabía nauseabunda; y en la mayor parte de
los casos la infección descendía en la segunda noche de la garganta a los
pulmones.
El padre Joaquín, que había traído consigo un cesto lleno del famoso
febrífugo llamado corteza de los jesuitas, se perdió en el Santa Ysabel; con
calor, cuidados y una decocción de este amargo medicamento, quizá la fiebre no
hubiera resultado mortal para ninguno de nosotros. No creo que el sitio tuviera
que ser el mayor inculpado; aunque es evidente que la dieta desacostumbrada, el
súbito descenso de la temperatura por la noche, los frecuentes chubascos que
empapaban la ropa de los soldados que se les secaba sobre el cuerpo, la humedad
del suelo sobre el que dormían –sin cuidarse de fabricarse plataformas como lo
hacían los nativos– fueron todos factores enemigos de la salud de todo español
cuya constitución no fuera de piedra. Pero pensé que mientras el coronel
mantuvo a los hombres severamente disciplinados y activamente ocupados, nadie
había manifestado el más ligero síntoma de la enfermedad; que, en realidad, la
peste que nos atormentaba era lo que los italianos llaman la influenza, que
atribuyen a misteriosas influencias planetarias, más que a las malas
condiciones sanitarias o a la proximidad de pútridos marjales. Es a menudo la
secuela de un difundido desamor, un crimen o un desastre público, o de una
prolongada guerra que ninguna de ambas partes tiene el coraje de acabar de
algún modo; y atribuyo mi propia recuperación al cuidado que había tenido en no
participar de manera directa en los malignos acontecimientos cuya crónica
estuvo a mi cargo.
La primera muerte ocurrió el 17 de octubre, la vigilia de San
Lucas Evangelista, triste manera de hacernos recordar que no contábamos con
médico alguno; y la víctima no fue otra que el padre Antonio. Su fallecimiento
causó profunda pena a todos, salvo a los Barreto, pero sobre todo al vicario,
que le había dado el viático.
Robert Graves (Inglés fallecido en España, 1895-1985).
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