"Es el más formidable desembarco de cólera asiático que se haya visto jamás (…) Era un bonito pueblo."
(Fragmento inicial del capítulo 2)
- Así pues, también hay
cadáveres aquí -dijo sin inmutarse el joven, y mientras lo decía se apeó de su
montura con grandes dificultades a pesar de que se trataba de un pacífico y gordo
caballo de tiro-. Los ha tocado -agregó mirando fijamente a Angelo-. Tiene frío
en las piernas, ¿hace tiempo que está aquí? Tiene usted muy mala cara.
Hablaba mientras desataba una especie de alforjilla fijada con cuerdas a la correa que sostenía el simple cobertor plegado en cuatro que le servía de silla.
- Llegué hace un rato -dijo Angelo-. Puede que tenga mala cara, pero me muero de ganas de contemplar la suya cuando haya visto lo que acabo de ver.
- Bueno -dijo el joven-, lo más seguro es que vomite igual que usted. Lo importante es que no haya tocado los cadáveres
- He matado a golpes de azadón a un perro y varias ratas que se los comían -dijo Angelo-. Esas casas están llenas de muertos.
- Ya me temía que hubiera estado haciendo el valiente, parece usted esa clase de hombre, ¿no tiene frío en las piernas?
- No creo -dijo Angelo, cada vez más desconcertado. No tenía frío en las piernas pero las sentía de nuevo blandas, como de algodón.
- Uno no cree -dijo el joven-, hasta que está seguro. Beba un trago de esto, beba sin miedo.
Le tendió un frasco que había sacado de la alforja. Era un aguardiente rudo aromatizado con hierbas, fortísimo. Así que bebió el primer trago que por cierto sorbió con verdadera avidez. A Angelo se le nubló la cabeza y muy bien hubiera podido emprenderla a golpes con el joven de no ser porque el aguardiente le había dejado sin aliento. Se contentó con mirarlo furioso con los ojos llenos de lágrimas, sin embargo, luego de haber estornudado violentamente varias veces, se sintió reconfortado y notó que las piernas volvían a obedecerle.
- Pero, veamos -dijo, en cuanto pudo hablar-. ¿Quiere explicarme qué pasa?
- ¡Cómo! -dijo el joven-, ¿no lo sabe? ¿Pero de dónde viene? Es el cólera morbo, amigo. Es el más formidable desembarco de cólera asiático que se haya visto jamás. Eche otro trago -dijo, tendiéndole el frasco. Créame, soy médico -esperó a que Angelo hubiera estornudado y lagrimeado-. Yo también tomaré un poco, vea -bebió, pero era evidente que soportaba muy bien aquella pócima.-. Estoy habituado -dijo-, hace tres días que si no fuera por esto no me tendría en pie. El espectáculo de las aldeas que hay más abajo tampoco es agradable.
Hablaba mientras desataba una especie de alforjilla fijada con cuerdas a la correa que sostenía el simple cobertor plegado en cuatro que le servía de silla.
- Llegué hace un rato -dijo Angelo-. Puede que tenga mala cara, pero me muero de ganas de contemplar la suya cuando haya visto lo que acabo de ver.
- Bueno -dijo el joven-, lo más seguro es que vomite igual que usted. Lo importante es que no haya tocado los cadáveres
- He matado a golpes de azadón a un perro y varias ratas que se los comían -dijo Angelo-. Esas casas están llenas de muertos.
- Ya me temía que hubiera estado haciendo el valiente, parece usted esa clase de hombre, ¿no tiene frío en las piernas?
- No creo -dijo Angelo, cada vez más desconcertado. No tenía frío en las piernas pero las sentía de nuevo blandas, como de algodón.
- Uno no cree -dijo el joven-, hasta que está seguro. Beba un trago de esto, beba sin miedo.
Le tendió un frasco que había sacado de la alforja. Era un aguardiente rudo aromatizado con hierbas, fortísimo. Así que bebió el primer trago que por cierto sorbió con verdadera avidez. A Angelo se le nubló la cabeza y muy bien hubiera podido emprenderla a golpes con el joven de no ser porque el aguardiente le había dejado sin aliento. Se contentó con mirarlo furioso con los ojos llenos de lágrimas, sin embargo, luego de haber estornudado violentamente varias veces, se sintió reconfortado y notó que las piernas volvían a obedecerle.
- Pero, veamos -dijo, en cuanto pudo hablar-. ¿Quiere explicarme qué pasa?
- ¡Cómo! -dijo el joven-, ¿no lo sabe? ¿Pero de dónde viene? Es el cólera morbo, amigo. Es el más formidable desembarco de cólera asiático que se haya visto jamás. Eche otro trago -dijo, tendiéndole el frasco. Créame, soy médico -esperó a que Angelo hubiera estornudado y lagrimeado-. Yo también tomaré un poco, vea -bebió, pero era evidente que soportaba muy bien aquella pócima.-. Estoy habituado -dijo-, hace tres días que si no fuera por esto no me tendría en pie. El espectáculo de las aldeas que hay más abajo tampoco es agradable.
Angelo se dio cuenta
entonces de que el joven no podía más y se tenía en pie haciendo acopio de toda
su fuerza de voluntad. La ironía de aquellos ojos era pura fachada. A Angelo le
pareció muy simpática esa actitud. Había olvidado ya el soplo helado de los
cadáveres. Así es como hay que comportarse -se dijo.
- Dice usted que esas
casas están llenas de muertos -preguntó el joven.
Angelo le explicó que
había entrado en tres o cuatro y lo que había visto en cada una. Agregó que:
- En cuanto a las
otras, estaban llenas de pájaros y no había esperanzas de hallar a nadie vivo
en ellas.
- Entonces, todo ha
terminado en Les Omergues -dijo el joven-. Era un bonito pueblo.
Jean Giono (Francia, 1895-1970).
Las ilustraciones corresponden a una población en la región francesa de la Provenza, donde transcurre la acción de la novela, y a un fotograma de la adaptación cinemtográfica dirigida por Jean-Paul Rappeneau en 1995.
Las ilustraciones corresponden a una población en la región francesa de la Provenza, donde transcurre la acción de la novela, y a un fotograma de la adaptación cinemtográfica dirigida por Jean-Paul Rappeneau en 1995.
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