"El sol, que se movía hacia su declinación septentrional, se encontraba encima de nosotros."
(Fragmento)
El segundo día murió un hombre de las islas de Pascua, uno de los mejores buceadores de esa temporada en la laguna.
Viruelas... eso fue, aunque no entiendo cómo pudo llegar la viruela a bordo, si
no existían en tierra casos conocidos, cuando salimos de Rangiroa. Pero ahí
estaba: viruelas, un hombre muerto y otros tres yacentes.
Nada se podía hacer. No podíamos segregar a
los enfermos, ni atenderlos. Estábamos apiñados como sardinas. No quedaba más
que pudrirnos y morir; es decir, no hubo ya nada que hacer después de la noche
que siguió a la primera muerte. Esa noche el primer oficial, el sobrecargo, el
judío polaco y cuatro buceadores nativos se escurrieron en la ballenera. Nunca
volvimos a oír hablar de ellos. Por la mañana el capitán desfondó los botes restantes,
y ahí estábamos.
Ese día hubo dos
muertes; al siguiente, tres, y después saltaron a ocho. Era curioso ver cómo lo
tomábamos. Los nativos, por ejemplo, cayeron en un estado de mudo e
imperturbable temor. El capitán -se llamaba Oudouse, era francés- se volvió muy
nervioso y voluble. En verdad tenía crispaciones. Era un hombrón carnoso, que
pesaba por lo menos noventa kilos, y pronto se convirtió en fiel representación
de una temblorosa montaña de jalea y grasa.
El alemán, los dos norteamericanos y yo compramos todo el whisky escocés
y nos dedicamos a mantenernos borrachos. La teoría era hermosa, a saber: que si
nos conservábamos empapados en alcohol, cualquier germen de viruela que entrase
en contacto con nosotros quedaría inmediatamente convertido en cenizas. Y la
teoría funcionó, aunque debo confesar que ni el capitán Oudouse ni Ah Choon
fueron atacados por la enfermedad. El francés no bebía, en tanto que Ah Choon
se limitaba a un solo trago diario.
El
tiempo era una hermosura. El sol, que se movía hacia su declinación
septentrional, se encontraba encima de nosotros. No había viento, aparte de las
frecuentes borrascas, que soplaban con ferocidad, entre cinco minutos y media
hora, y terminaban empapándonos de lluvia. Después de cada borrasca salía el
espantoso sol, y arrancaba nubes de vapor de los puentes cubiertos de
agua.
El vapor no era bonito. Era el
vapor de la muerte, cargado de millones y millones de gérmenes. Siempre
bebíamos otro trago cuando lo veíamos subir desde los muertos y los moribundos,
y por lo general bebíamos dos o tres más, y los preparábamos de una pureza excepcional.
Además, adquirimos la costumbre de beber varios otros cada vez que arrojaban
los muertos a los tiburones que merodeaban en nuestro derredor.
Jack London: John Griffith London (Estados Unidos, 1876-1916).
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