"La población permanecía de noche en sus casas, encerraba a sus hijas, vivía tras una barricada, desconfiaba de todos y ya no podía dormir..."
(Fragmento del capítulo 47)
La noticia del asesinato de Laure Richis se propagó
con tanta rapidez por la región de Grasse como si hubiera estallado el grito de
"El rey ha muerto!" o "Hay guerra!" o "Los piratas han
desembarcado en la costa!" y se desencadenó un pánico similar o todavía
peor. De improviso reapareció el miedo cuidadosamente olvidado, virulento como
en otoño, con todas sus manifestaciones secundarias: el pánico, la indignación,
la cólera, las sospechas histéricas, la desesperación. La población permanecía
de noche en sus casas, encerraba a sus hijas, vivía tras una barricada,
desconfiaba de todos y ya no podía dormir. Todos pensaban que ocurriría lo
mismo que entonces, que cada semana habría un asesinato. El tiempo parecía
haber retrocedido medio año.
El miedo era aún más paralizante que hacía medio
año, porque el súbito regreso del peligro que se creía conjurado hacía tiempo
hizo cundir entre la gente un sentimiento de impotencia. ¡Si incluso fracasaba
el anatema del obispo! Si ni siquiera Antoine Richis, el hombre más rico de la
ciudad, el Segundo Cónsul, un hombre poderoso y respetado que tenía a su
alcance todos los medios de defensa, había podido proteger a su propia hija! Si
la mano del asesino no se detenía ni ante la sagrada belleza de Laure...
porque, de hecho, todos quienes la conocían la consideraban una santa y sobre
todo ahora, que estaba muerta, ¿qué esperanza podía haber de burlar al asesino?
Era más espantoso que la peste, porque de la peste se podía huir, y en cambio
no se podía escapar de este asesino, como demostraba el caso de Richis. Por lo
visto poseía facultades sobrenaturales. No cabía la menor duda de que estaba
aliado con el demonio, si es que no era él mismo el demonio. Y por esto muchos,
sobre todo las almas más sencillas, no encontraron otro consuelo que ir a rezar
a la iglesia, cada uno ante el patrón de su oficio, los cerrajeros a san Luis,
los tejedores a san Crispino, los jardineros a san Antonio, los perfumistas a
san José. Y llevaban consigo a sus mujeres e hijas, rezaban juntos, comían y
dormían en la iglesia, no las dejaban ni de día, convencidos de que el amparo
de la desesperada comunidad y presencia de la Virgen eran la única seguridad
posible ante aquel monstruo, si es que existía aún alguna clase de seguridad.
Patrick Süskind (Alemania, 1949).
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