Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

miércoles, 6 de mayo de 2020

Epidemias: EL PERFUME, de Patrick Süskind

"La población permanecía de noche en sus casas, encerraba a sus hijas, vivía tras una barricada, desconfiaba de todos y ya no podía dormir..."

(Fragmento del capítulo 47)

La noticia del asesinato de Laure Richis se propagó con tanta rapidez por la región de Grasse como si hubiera estallado el grito de "El rey ha muerto!" o "Hay guerra!" o "Los piratas han desembarcado en la costa!" y se desencadenó un pánico similar o todavía peor. De improviso reapareció el miedo cuidadosamente olvidado, virulento como en otoño, con todas sus manifestaciones secundarias: el pánico, la indignación, la cólera, las sospechas histéricas, la desesperación. La población permanecía de noche en sus casas, encerraba a sus hijas, vivía tras una barricada, desconfiaba de todos y ya no podía dormir. Todos pensaban que ocurriría lo mismo que entonces, que cada semana habría un asesinato. El tiempo parecía haber retrocedido medio año.

El miedo era aún más paralizante que hacía medio año, porque el súbito regreso del peligro que se creía conjurado hacía tiempo hizo cundir entre la gente un sentimiento de impotencia. ¡Si incluso fracasaba el anatema del obispo! Si ni siquiera Antoine Richis, el hombre más rico de la ciudad, el Segundo Cónsul, un hombre poderoso y respetado que tenía a su alcance todos los medios de defensa, había podido proteger a su propia hija! Si la mano del asesino no se detenía ni ante la sagrada belleza de Laure... porque, de hecho, todos quienes la conocían la consideraban una santa y sobre todo ahora, que estaba muerta, ¿qué esperanza podía haber de burlar al asesino? Era más espantoso que la peste, porque de la peste se podía huir, y en cambio no se podía escapar de este asesino, como demostraba el caso de Richis. Por lo visto poseía facultades sobrenaturales. No cabía la menor duda de que estaba aliado con el demonio, si es que no era él mismo el demonio. Y por esto muchos, sobre todo las almas más sencillas, no encontraron otro consuelo que ir a rezar a la iglesia, cada uno ante el patrón de su oficio, los cerrajeros a san Luis, los tejedores a san Crispino, los jardineros a san Antonio, los perfumistas a san José. Y llevaban consigo a sus mujeres e hijas, rezaban juntos, comían y dormían en la iglesia, no las dejaban ni de día, convencidos de que el amparo de la desesperada comunidad y presencia de la Virgen eran la única seguridad posible ante aquel monstruo, si es que existía aún alguna clase de seguridad.

Patrick Süskind (Alemania, 1949).

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