En los tiempos de César Augusto, un Rey llamado Artabano, un día convocó a todos sus amigos y les dijo:
- Varios de los hombres más sabios de oriente y yo mismo, hemos estudiado las antiguas tablas caldeas y según nuestras observaciones, la nueva estrella que ha aparecido y brilla en el cielo, anuncia el próximo nacimiento de un gran Rey que gobernará a todas las naciones y establecerá un reino de paz.
Melchor, Rey de Etiopía; Gaspar, Rey de Persia; Baltazar, Rey de Babilonia y yo, hemos decidido ir a rendirle homenaje. Yo he vendido todas mis posesiones y he comprado con ello los más hermosos regalos: Un zafiro, un rubí y una perla negra.
Artabano salió a todo galope de su castillo; tenía que llegar a tiempo a la cita con los tres Magos.
Atravesó las enormes y despobladas praderas para llegar adonde había quedado de verse con ellos, cuando vio al lado del camino a un hombre tirado con la piel amarilla y los ojos rojos, eran las huellas de la fiebre amarilla, Artabano le movió el corazón, puso al hombre enfermo sobre su cabalgadura y lo llevó al albergue en la ciudad. Le mandó al mesonero cuidar de él, pero como no parecía muy convencido, le entregó el zafiro azul y el mesonero acordó cumplir con sus deseos.
Caía el sol, cuando Artabano llegó al lugar de la cita, los tres Magos ya habían parti- do. Tenía que dar alcance a sus amigos y recuperar el tiempo perdido. Al cabalgar por un pasaje, oyó los gritos de una mujer que pedía auxilio, se encontró a un regimiento de soldados que la arrastraban y comprendió que sería en vano enfrenterlos, enton- ces, se acercó al jefe y sacó el hermoso rubí rojo y le dijo:
- Te la compro.
- Trato hecho -expresó el jefe-, ese rubí vale por muchos días de fiesta. Y arrebatán- dole el rubí, le dejaron a la mujer.
- Hombre bueno y gentil, seré tu esclava -exclamó la mujer.
Artabano explicó:
- Ese rubí no era mío estaba destinado a un Rey, invoca a Dios para que te muestre el camino.
Mientras tanto, Melchor, Gaspar y Baltazar habían llegado a Belén y postrándose ante el niño que María tenía en sus brazos, le entregaron sus dones: Oro incienso y mirra.
El oro les sirvió para hacer el largo y penoso viaje a Egipto y mantenerse durante algunos meses, mientras José conseguía trabajo; incienso para hacer agradable la estancia de las visitas y mirra para curar a los que estaban enfermos.
Cuando Artabano llegó a Jerusalén le dijeron que los Magos hacía más de una sema- na que había partido y sin perder un instante, se dirigió a Belén. En el camino oyó gritos y llanto, un soldado tenía agarrado de un pié a un niño forcejeando con la ma- dre. El soldado desenvainó la espada para degollar al pequeño. Y en ése momento gritó Artabano:
- ¡Alto! ¡No mates al niño!
Le mostró la perla negra y le dijo:
- Devuelve ése niño a su madre sin hacerle ningún daño y yo te daré ésta perla.
El soldado accedió. Artabano montó de nuevo en su caballo y ya desesperaba de lograr su meta, cuando divisó a un hombre que jalaba un burrito y montada sobre él iba una mujer con un niño en brazos. A Artabano le empezó a latir el corazón con gran intensidad, se bajó del caballo y le preguntó al hombre:
- Perdón buen hombre, ¿no es acaso usted carpintero y su esposa se llama María? ¿No vienen acaso de Belén?
El hombre respondió:
- Así es amigo, pero ¿qué lo ha traído hasta aquí?
- Me fue revelado el nacimiento de un gran Rey, venía a traerle un presente, pero ahora llego con las manos vacías…
Les contó lo que le había pasado en su viaje. María emocionada, le dijo:
- Mejor que hayas venido con las manos vacías, pues ahora te las lleno.
Y le puso al niño en sus brazos. Jesús, que dormía, despertó y le sonrió.
Henry van Dyke (Estados Unidos, 1852-1933).
La ilustración es obra de John R. Flanagan para la edición del relato en 1923.
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