Se hizo un silencio sobre ellos mientras estaban
sentados alrededor de las llamas con el bebé recién nacido envuelto en sus
extraños pañales dormido sobre sus abrigos de piel amontonados, y la pausa se prolongó hasta que Sir
Angus McCurdie miró su reloj.
- Dios mío -dijo-, son las doce.
- Mañana de Navidad -dijo Biggleswade.
- Una Navidad extraña-, reflexionó Doyne.
McCurdie levantó la mano.
- ¡Ahí está otra
vez! El batir de alas -y todos escucharon como hombres hechizados. McCurdie mantuvo su mano levantada y miró por encima de sus
cabezas a la pared; su mirada era la de un hombre en trance, y agregó:
- Un niño ha nacido, un hijo nos es dado...
Doyne saltó de su silla, que cayó detrás de él con
estrépito.
- Hombre, ¿qué diablos estás diciendo?
Entonces McCurdie se levantó y se encontró con los
ojos de Biggleswade que lo miraban fijamente a través de sus grandes gafas
redondas, y Biggleswade se volvió para encontrarse con los ojos de Doyne. Una
pulsación como el batir de unas alas agitó el aire.
Los tres reyes magos se estremecieron con singular exaltación. Algo extraño, dinámico y místico había sucedido. Era como
si se les hubieran caído las escamas de los ojos para ver con una nueva
visión. Permanecían juntos despojados humilde- mente de toda su grandeza,
tocándose a la manera instintiva de los niños, como si buscaran protección
mutua, y miraban, al unísono, impulsados irresistiblemente, al niño.
Por fin, McCurdie estiró sus cejas negras y dijo con
voz ronca:
- No fue el Ángel de la Muerte, Doyne, sino otro
Mensajero el que nos atrajo hasta aquí.
El cansancio pareció desvanecerse del rostro del gran
administrador, y asintió con la cabeza mostrando la calma de un hombre que ha llegado con el corazón tranquilo a la perplejidad de un misterio.
- Es cierto -murmuró-. Un niño ha nacido, un hijo nos es dado. A nosotros tres.
Biggleswade se quitó las grandes gafas redondas y las
limpió.
- Gaspar, Melchor, Baltasar. Pero ¿dónde están el oro, el incienso y la
mirra?
- En nuestros corazones, hombre-, dijo
McCurdie.
El bebé lloró y estiró sus diminutos miembros.
Instintivamente todos se arrodillaron juntos para
descubrir, si era posible, proporcionar desde su ignorancia, lo que necesitaba. La escena tenía el aspecto de una adora- ción.
Entonces estos tres hombres sabios, solitarios y sin
hijos que, en aras de su propia grandeza, se habían apartado de las cosas
dulces y sencillas de la vida y de las maneras amables de sus hermanos, y
habían envejecido en una sabiduría infeliz e inútil, supieron que una
Providencia inescrutable los había conducido, como a los tres Reyes Magos de
antaño, en una lejana mañana de Navidad, a una natividad que debía darles una nueva
sabiduría, un nuevo vínculo con la humanidad, una nueva mirada espiritual, una
nueva esperanza.
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