(Fragmento)
El día de Reyes, muy tempranito, los chicos se encontraron en el terrado sendos juguetes de todo lujo: él, un guerrero indomable, con uniforme de teniente de caballería, con todas las armas y galones que eran de ordenanza; ella, una casa puesta para un matrimonio de porcelana, con ama de cría, un chiquitín y dos criadas, una de ellas negra. Era una maravilla.
El entusiasmo de aquellos niños pobres, que otros años
se contentaban con una caja de pinturas de peseta y una «pepona» de precio
semejante, no tuvo límites… ni entrañas. A Marcelo, el hijo segundo, el más
cariñoso, más aplicado y más metido por los mimos de su padre, los Reyes… no le
habían traído nada, porque nada era un cartucho de dulces que se encontró al
lado de esos soberbios juguetes. Pues bien, Pepilla y Carlos no tuvieron
lástima, ni siquiera delicadeza, y delante de su hermano, sin padrino rico, ni
pobre, porque lo había sido un abuelo, ya difunto, hicieron alarde de su
riqueza, de su suerte escandalosa, de su alegría insolente.
Los niños son así, ya lo dijo Víctor Hugo pintando el
tormento de un sapo. ¿Cómo a don Baltasar no se le ocurrió remediar aquella injusticia
de la suerte? No supo nada a tiempo. El encargado de dar la sorpresa fue un
muchacho que, con el mayor sigilo, de parte de los ricachos americanos, dejó de
noche, con pretexto de una visita, en el terrado, los regalos aquellos con
tarjetas en que se leía: «A Pepilla. Gaspar» y «A Carlitos. Melchor». El
cartucho de dulces de Marcelo era uno de los tres que su madre había comprado,
porque aquel año el presupuesto de los Miajas andaba apuradísimo, y la noche
anterior, la del cuatro al cinco, el matrimonio, con profunda tristeza,
resignado, había resuelto, después de melancólica deliberación, que era una
locura gastar aquel año en juguetes, por modestos que fueran, cuando no había
apenas para garbanzos ni para remendar las botas de los chicos.
Cuando don Baltasar, muy temprano, subió al terrado y
vio a sus hijos en torno del portentoso hallazgo y se enteró de todo, y
contempló la alegría loca, salvaje, de los egoístas agraciados (¡inocentes de
su alma!), y después miró a Marcelo que, pálido, sonreía con una mueca
dolorosa, chupando la cinta azul de seda de su cartucho de dulces, sintió una
angustia dolorosa en el alma, una especie de agonía de todo lo bueno que tenía
su corazón puro, de pobre resignado. Aquello era lo mismo que una puñalada.
Dios los perdonará, pero sus queridos compadres habían incurrido en una omisión grosera, de solterones sin delicadeza: muy ricos, espléndidos, pero que no sabían lo que eran hijos… Aquellos juguetes finísimos, de príncipes, valían uno con otro, lo menos… treinta duros… ¡Virgen Santísima! Pues con treinta reales hubieran podido Melchor y Gaspar hacer feliz a toda la familia… Y ahora, ahora…, en tono de broma, él, Miajas, estaba pasando por una amargura… pueril… que era inexplicable, por lo fuerte, por lo profunda.
Clarín: Leopoldo García-Alas Ureña (España, 1852-1901).
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