(Fragmento)
Y aquellos tres Reyes, que llegaban de Oriente en sus camellos blancos,
volvieron a inclinar las frentes coronadas, y arrastrando sus mantos de
púrpura y cruzadas las manos sobre el pecho, penetraron en el establo.
Sus sandalias bordadas de oro producían un armonioso rumor. El niño,
que dormía en el pesebre sobre rubia paja centena, sonrió en sueños. A
su lado hallábase la Madre, que le contemplaba de rodillas con las manos
juntas. Su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de fuego, y
como en el lago azul de Genezaret, rielaban en el manto los luceros de la
aureola. Un ángel tendía sobre la cuna sus alas de luz, y las pestañas del
Niño temblaban como mariposas rubias, y los tres Reyes se postraron
para adorarle y luego besaron los pies del Niño. Para que no se
despertase, con las manos apartaban las luengas barbas que eran graves y solemnes como oraciones. Después se levantaron, y volviéndose a sus
camellos le trajeron sus dones: Oro, Incienso, Mirra.
Y Gaspar dijo al ofrecerle el Oro:
- Para adorarte venimos de Oriente.
Y Melchor dijo al ofrecerle el Incienso:
- ¡Hemos encontrado al Salvador!
Y Baltasar dijo al ofrecerle la Mirra:
- ¡Bienaventurados podemos llamarnos entre todos los nacidos!
Y los tres Reyes Magos despojándose de sus coronas las dejaron en el
pesebre a los pies del Niño. Entonces sus frentes tostadas por el sol y los
vientos del desierto se cubrieron de luz, y la huella que había dejado el
cerco bordado de pedrería era una corona más bella que sus coronas
labradas en Oriente… Y los tres Reyes Magos repitieron como un cántico:
- ¡Éste es!… ¡Nosotros hemos visto su estrella!
Ramón María del Valle-Inclán (España, 1866-1836).
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