Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 13 de enero de 2018

Nieve: NERINA, de Paul Heyse

 "... se nos fundió y desapareció ante el primer rayo de sol, como la nieve en los canchales."
 
(Fragmento)

Cuando pisó de nuevo su habitación en Recanati, se sintió harto cobarde para abrir las puertas del balcón y echar una mirada hacia la ventana de abajo. Pasó aquella noche ahogado en una sorda pena. Pero a la siguiente mañana, apenas había recobrado algunas fuerzas con un breve sueño, alguien golpeó en su puerta como aquella vez, y otra vez entró por ella Luigi, su vecino. Tal era su aspecto, que parecía hubiesen transcurrido diez años, entre entonces y hoy: el honrado rostro estaba surcado por hondas arrugas, encanecidos los hirsutos cabellos, desaliñado y descuidado el traje.
 
Se disculpó, con una voz que sonó huraña y fatigada, por incomodar otra vez al señor conde. Tenía un encargo para él y era su deber cumplirlo.
 
- Su niña (el señor conde la recordará aún, de seguro, ya que le tenía afecto), su niña –dice-. Dios se ha dado cuenta de que era demasiado buena para este mundo y se la ha llevado con Él a su paraíso eterno. Todos los esfuerzos y cuidados humanos fueron inútiles; en realidad, no se echó de ver ninguna enfermedad en ella; pero se nos fundió y desapareció ante el primer rayo de sol, como la nieve en los canchales. Tan pura como ella fué la niña, sólo que no tan fría. Si hubiera visto el señor conde cómo se esforzó por ser todo cariño y bondad para con su madre y él conforme se acercaba su fin… Ah, fue de veras sobrehumano el dolor que soportaron por causa de su niña del alma, su niña, que se volvía cada vez más tranquila y serena. La última noche llamó a su madre a la cama y le rogó que, cuando estuviera ya muerta y volviera el conde Giacomo por la ciudad, le diese este bolsillito y le saludase de parte de Nerina. Su madre tuvo que prometérselo por lo más sagrado; ellos sabían ya, desde luego, cuánto respeto y confianza había sentido siempre la niña por el señor conde. A ruego suyo, se había depositado el librito con sus Cantos bajo la almohada sobre la que dormiría ella su último sueño hasta la resurrección de los muertos. Y aquí estaba el bolsillo; su pobre mujer no se había decidido a traérselo ella misma al señor conde. ¡Era tan duro para ella hablar de su niña!
 
Desenvolvió un paño de lino que traía en el bolsillo del pecho y sacó de él un pequeño bolsillito cuadrangular, que entregó al hondamente conmovido Leopardi. Estaba primorosamente entretejido y bordado con hebras de seda negra, y un dorado cordoncillo remataba sus bordes. En uno de sus lados había bordada una verde corona de hojas de laurel, con una L en el centro, hecha con hilos dorados. Y dentro, cuidadosamente doblada y cuidada pulcramente, estaba la hoja en la que escribiera Leopardi aquella noche, el poema que compuso en el altozano. La última estrofa estaba subrayada tres veces con un fino trazo de lápiz, como si con esto hubiese querido ella indicarle cuántas veces había repetido estas palabras: «E il naufragar m’è dolce in questo mare*».

 
Paul Heyse: Paul Johann Ludwig von Heyse (Alemania, 1830-1914).
Obtuvo el premio Nobel en 1910.
 
* La traducción de Rafael de la Vega consigna el poema completo en el propio relato:
"... tras esta inmensidad naufraga el pensamiento mío: ¡Oh, qué dulce es para mí anegarme en este mar!"

No hay comentarios.:

Publicar un comentario