"Allí, en los países de las gigantescas chimeneas, que eran otra especie de alminares, habría ahora nieve..."
(Fragmento del capítulo XVIII)
El
nombre de Emin Ibn el-Arabi cruzaba repetidas veces aquel mar de nubes, y a
Nelly le parecía sentir todavía sus ardientes besos cada vez que la rociaban
con agua caliente. Unas veces le quemaban el brazo, otras el cuello, según las
negritas derramaban sobre ella los chorros de agua caliente de sus relucientes
ánforas.
Se
decía entre aquel mar de nubes que la esposa del cadí -censurada y aborrecida
por todas- había mandado al paschá que, sin más preámbulos, encarcelara a Emin.
El mar de nubes decía también que no era posible pensar que el paschá fuera tan
miserable como para cometer tal atropello, aunque era un turco. Emin no había
cometido todavía ningún acto criminal. Toda su fama descansaba en la confianza
que él había despertado.
Cuando
Nelly, por fin, después que la secaron y frotaron con agua perfumada, retornó a
su asiento del diván en el salón del vestuario, se quedó sumida en el agradable
reposo que, según la leyenda, representa el sexto acto en ese baño de hadas que
es un baño oriental. La mayoría de sus afables, pero parlanchinas, amigas
árabes se habían marchado, y, sin embargo, no estaba triste. Al contrario,
comenzó a sentir que su resolución de ser paciente y feliz se iba convirtiendo
en realidad. Yacía envuelta en un manto seco blanco y largo, dejando solamente
desnudos los brazos. Las negritas habían ceñido su cabeza con una nueva toalla
seca, de color azulado, y sobre una mesita baja, incrustada de nácar, que había
a su lado, le sirvieron un humeante café en una copa hermosamente tallada.
Intentó alejar de sus pensamientos a Emin, ocupándose de otra cosa. Se acordó
de su patria. ¡Qué diferente y opuesta era a esta ciudad de Damasco, que ahora
la tenía por huésped! Allí, en los países de las gigantescas chimeneas, que
eran otra especie de alminares, habría ahora nieve fundida y brumas. Todo se
confabulaba allí para inspirar a los hombres un concepto sombrío y pesimista de
la vida: el clima, el modo de vivir, las duras condiciones de la existencia,
las habitaciones austeramente decoradas y los trajes oscuros. ¿No era bastante
con que los hombres usaran sombreros negros, feos y ridículos, que parecían
tubos de estufa, aunque mejor sería usar casquetes brillantes para poner un
poco de color en el ambiente gris? Los occidentales también marchaban por el
polvo de las calles calzando zapatos negros, aunque un gris o un terso
amarillo, como los calzados de los musulmanes, hubiera sido, naturalmente, más
conveniente y menos feo. Si un árabe intentara describir a los petimetres de
Occidente, se expresaría así: «Portan sobre la cabeza las caperuzas de las
chimeneas de sus crematorios; sus trajes están hechos de paños funerarios, y
tienen encajados los pies en pequeños ataúdes».
Verner von Heidenstam (Suecia, 1859-1940). Obtuvo el premio Nobel en 1916.
(Traducido al español por Ovidio Fernández Graña).
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