Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 19 de enero de 2018

Nieve: ENDIMIÓN, de Verner von Heidenstam

"Allí, en los países de las gigantescas chimeneas, que eran otra especie de alminares, habría ahora nieve..."
 
(Fragmento del capítulo XVIII)

El nombre de Emin Ibn el-Arabi cruzaba repetidas veces aquel mar de nubes, y a Nelly le parecía sentir todavía sus ardientes besos cada vez que la rociaban con agua caliente. Unas veces le quemaban el brazo, otras el cuello, según las negritas derramaban sobre ella los chorros de agua caliente de sus relucientes ánforas.
 
Se decía entre aquel mar de nubes que la esposa del cadí -censurada y aborrecida por todas- había mandado al paschá que, sin más preámbulos, encarcelara a Emin. El mar de nubes decía también que no era posible pensar que el paschá fuera tan miserable como para cometer tal atropello, aunque era un turco. Emin no había cometido todavía ningún acto criminal. Toda su fama descansaba en la confianza que él había despertado.
 
Cuando Nelly, por fin, después que la secaron y frotaron con agua perfumada, retornó a su asiento del diván en el salón del vestuario, se quedó sumida en el agradable reposo que, según la leyenda, representa el sexto acto en ese baño de hadas que es un baño oriental. La mayoría de sus afables, pero parlanchinas, amigas árabes se habían marchado, y, sin embargo, no estaba triste. Al contrario, comenzó a sentir que su resolución de ser paciente y feliz se iba convirtiendo en realidad. Yacía envuelta en un manto seco blanco y largo, dejando solamente desnudos los brazos. Las negritas habían ceñido su cabeza con una nueva toalla seca, de color azulado, y sobre una mesita baja, incrustada de nácar, que había a su lado, le sirvieron un humeante café en una copa hermosamente tallada. Intentó alejar de sus pensamientos a Emin, ocupándose de otra cosa. Se acordó de su patria. ¡Qué diferente y opuesta era a esta ciudad de Damasco, que ahora la tenía por huésped! Allí, en los países de las gigantescas chimeneas, que eran otra especie de alminares, habría ahora nieve fundida y brumas. Todo se confabulaba allí para inspirar a los hombres un concepto sombrío y pesimista de la vida: el clima, el modo de vivir, las duras condiciones de la existencia, las habitaciones austeramente decoradas y los trajes oscuros. ¿No era bastante con que los hombres usaran sombreros negros, feos y ridículos, que parecían tubos de estufa, aunque mejor sería usar casquetes brillantes para poner un poco de color en el ambiente gris? Los occidentales también marchaban por el polvo de las calles calzando zapatos negros, aunque un gris o un terso amarillo, como los calzados de los musulmanes, hubiera sido, naturalmente, más conveniente y menos feo. Si un árabe intentara describir a los petimetres de Occidente, se expresaría así: «Portan sobre la cabeza las caperuzas de las chimeneas de sus crematorios; sus trajes están hechos de paños funerarios, y tienen encajados los pies en pequeños ataúdes».


Verner von Heidenstam (Suecia, 1859-1940). Obtuvo el premio Nobel en 1916.
 
(Traducido al español por Ovidio Fernández Graña).

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