Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 27 de enero de 2018

Nieve: EL SOÑADOR, de Wladyslaw Reymont


(Fragmento del capítulo I)

Grandes copos de nieve iban cayendo, espesos, húmedos; el andén era un hormiguero alborotado; el jefe de estación se paseaba solemne con su gorra roja y sus guantes blancos, mientras los gendarmes permanecían inmóviles, rígidos como columnas que sostuvieran ese día de invierno, lívido y aterido.
 
El tren se detuvo, y se formó un gran alboroto: se cerraban de golpe las portezuelas, los viajeros asaltaban los vagones, los conductores corrían. El muchacho que vendía la prensa se desgañitaba, en tanto un mozo embutido en un frac, con la servilleta blanca sobre la cabeza calva, deambulaba por los vagones con una bandeja llena de vasos repitiendo monótono:
 
- ¡Té, café! ¡Café, té!
 
Josio contemplaba la escena con calma, pero de repente, como si alguien le mordiera en el centro mismo del corazón, murmuró furioso:
 
- ¿Y por qué, maldita sea su sangre, irán de un lado para otro, viajando por el mundo?
 
Lo corroían los celos; se retiró de la ventanilla y se puso a contar el dinero. Al darse la vuelta de nuevo, el tren ya había desaparecido, y la nieve caía cada vez más espesa, blanqueando los tejados de los depósitos y la tierra entre los raíles negros y relucientes. Reinaba el aburrimiento: los cables del telégrafo gemían tristemente y la máquina de reserva corría enloquecida entre penetrantes silbidos; tras los depósitos, se oía el estruendo de los vagones empujados, y en la casa del jefe de estación, aporreaban un piano de cola sin fin ni misericordia.
 
 
Wladyslaw Reymont (Polonia, 1867-1925). Obtuvo el premio Nobel en 1924.

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