Grandes copos de nieve iban cayendo,
espesos, húmedos; el andén era un hormiguero alborotado; el jefe de estación se
paseaba solemne con su gorra roja y sus guantes blancos, mientras los gendarmes
permanecían inmóviles, rígidos como columnas que sostuvieran ese día de
invierno, lívido y aterido.
El tren se detuvo, y se formó un
gran alboroto: se cerraban de golpe las portezuelas, los viajeros asaltaban los
vagones, los conductores corrían. El muchacho que vendía la prensa se
desgañitaba, en tanto un mozo embutido en un frac, con la servilleta blanca
sobre la cabeza calva, deambulaba por los vagones con una bandeja llena de
vasos repitiendo monótono:
- ¡Té, café! ¡Café, té!
Josio contemplaba la escena con
calma, pero de repente, como si alguien le mordiera en el centro mismo del
corazón, murmuró furioso:
- ¿Y por qué, maldita sea su sangre,
irán de un lado para otro, viajando por el mundo?
Lo corroían los celos; se retiró de
la ventanilla y se puso a contar el dinero. Al darse la vuelta de nuevo, el
tren ya había desaparecido, y la nieve caía cada vez más espesa, blanqueando
los tejados de los depósitos y la tierra entre los raíles negros y relucientes.
Reinaba el aburrimiento: los cables del telégrafo gemían tristemente y la
máquina de reserva corría enloquecida entre penetrantes silbidos; tras los
depósitos, se oía el estruendo de los vagones empujados, y en la casa del jefe
de estación, aporreaban un piano de cola sin fin ni misericordia.
Wladyslaw Reymont (Polonia, 1867-1925). Obtuvo el premio Nobel en 1924.
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