A Jaime Western le había dado de puñaladas una mujer llamada Carmen, la misma noche de su llegada a París, y en un aposento de la Hospedería del Salvaje.
Lo que siguió inmediatamente a aquella alevosía, no era conocido del señor Williams.
Éste afrimaba solamente que en la tarde del miércoles de ceniza de 1826, doce horas después del extraño combate que Western había sostenido con una mujer, y en el que había sido vencido, el americano recobró sus sentidos en un lecho miserable, colocado en un cuchitril negro y oscuro donde no había aire que respirar.
Jaime Western tenía una herida espantosa en la garganta. Se había desmayado con el golpe, y el médico que le asistió más tarde declaró que en el momento de recibir la herida debía haber caído muerto.
Al recobrar sus sentidos, su situación no valía por cierto mucho más que la de un cadáver. Se encontraba solo, incapaz de moverse, aniquilado por tanta sangre que había perdido, y en compañía de un loco que había sido su salvador.
Este loco era un desventurado, que estaba a merced del dueño de la hospedería, el cual le alquilaba la cueva del pasadizo en calidad de salvaje.
En este café le llamaban El gran jefe, o El Sagamoro.
Jaime Western no pudo recabar que el hombre le explicase detalladamente como le había introducido en su cuchitril; pero en el techo de este faltaba una tabla, precisamente encima de la cama.
Jaime Western ha supuesto después que Carmen, por ocultar el crimen, había querido enterrar su cuerpo bajo el entablado de la habitación en que los dos habían estado bebiendo.
El ruido de las tablas, al desclavarlas Carmen, algunas gotas de sangre tal vez, habían llamado la atención del salvaje, quien arrancando a su vez una de las tablas del techo de su cuarto, había recibido el cuerpo de Jaime entre sus brazos.
Según percibió Williams, el hombre a quien llamaban El Salvaje, era de gran estatura y con fuerzas prodigiosas; su cuchitril situado en uno de esos entresuelos peculiares de la calle Valois, que están entre el primero y el segundo piso de las casas, era tan bajo, que El Salvaje llegaba desahogadamente al techo con la mano -el suceso, pues, no tenía nada de inverosímil.
Paul Henri Corentin Féval (Francia, 1816-1887).
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