(Fragmento)
Nati miró a la vidriera que había quedado abierta. Una claridad lívida, azulada y triste hacía amarillear la de los focos eléctricos. Era el amanecer que derramó en las venas de Nati más hielo. Apagó las luces, se envolvió en una bata acolchada y con inmensa fatiga se dejó caer en el ancho diván oriental. Por un instante le pareció que cerraba sus ojos un invencible sueño, pero casi al punto la despabiló una idea: ¡Miércoles de Ceniza! Había escogido la mañana del Miércoles de Ceniza... para su desatinada aventura.
... ¡Miércoles de Ceniza!... El mismo día en que su madre, después de una vida de virtudes y sufrimientos, había entregado el alma; día que se conmemoraba para Nati el más triste aniversario. ¿Cómo no se acordó antes de arreglar la escapatoria? ¿Cómo la imagen del martes de Carnaval borró de su mente el recuerdo del Miércoles de Ceniza?
Saltó Nati del diván, dando diente con diente, pero animada por una resolución: la de expiar, la de hacer penitencia, la de reconciliarse con Dios sin tardanza. Abrió el armario y se calzó ella misma: descolgó un traje, el más sencillo, negro; se echó una matilla, se envolvió en un abrigo... y desandando lo andado, volviendo a recorrer salones y pasillos, bajando la escalera, lanzóse a la calle. Iba como en volandas, impulsada por una sed de purificación parecida al deseo de lavarse que se nota después de un largo viaje, cuando nos encontramos cubiertos de suciedad y de impurezas. ¡La Iglesia! ¡La redentora, la consoladora, la gran piscina de agua clara agitada por el ángel y en que se ssumerge el corazón para salir curado de todos los males y nostalgias! Nati corría pareciéndole que cuanto más se apresuraba más se alejaba de la bienhechora iglesia. Por fin la divisó, cruzó el pórtico, persignándose, tomo agua bendita y se arrodilló delante del altar, donde un sacerdote imponía la ceniza a unos cuantos fieles madrugadores... Nati presentó la frente, oyó el fatídico Memento homo, quia pulvis eris..., y sintió los dedos del sacerdote que tocaban sus sienes, y a la vez un agudo dolor, como si la hubiesen quemado con un ascua... Al mismo tiempo, los devotos, postradoa alrededor, la miraron fríamente y deletreando lo que en su frente se leía escrito, repitieron atónitos: «¡Pecado!»
Alzóse Nati de un brinco, y huyó de la iglesia. Había amanecido del todo; era hermosa la mañanita, y las calles estaban llenas de gente. Nati percibió que se volvían, que la contemplaban con extrañeza, que la señalaban, que se reían, que exclamaban: «¡Pecado! ¡Pecado!»
Emilia Pardo Bazán (España, 1851-1921).
El texto íntegro se puede leer en Ciudad Seva.
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