(Fragmentos de la primera parte)
Leonora se había quedado dormida sobre la alfombra, al
lado de la chimenea del cuarto de estar. El capitán se detuvo a mirarla, y rió
para sus adentros. Estaba echada de costado y su marido le dio un ligero
puntapié en las nalgas. Leonora gruñó algo acerca de cómo rellenar un pavo,
pero no se despertó. El capitán se inclinó, la sacudió por un brazo, le habló a
la cara y al fin la puso en pie. Pero, igual que un niño a quien levantan por
la noche para que no moje la cama, Leonora tenía el don de seguir durmiendo
aunque la pusieran de pie. Mientras el capitán la subía casi en vilo por la
escalera, ella mantenía los ojos cerrados y seguía gruñendo algo sobre el pavo.
Que me cuelguen si crees que te voy a desnudar -dijo
el capitán.
Pero Leonora estaba sentada en la cama tal como él la
dejara, y, después de mirarla durante unos minutos, el capitán sonrió de nuevo
y le quitó la ropa. No le puso camisón, porque los cajones estaban en tal
desorden que no pudo encontrar ninguno. Además, Leonora prefería dormir «en
cueros», como ella decía. Cuando estuvo acostada, el capitán se puso a mirar un
cuadro de la pared que le había divertido siempre.
(…)
El capitán miró otra vez a su mujer dormida. Leonora
siempre tenía calor, y ya había bajado la ropa de la cama dejando al
descubierto sus pechos desnudos. Sonreía dormida y el capitán pensó que estaría
comiéndose aquel pavo que había preparado en sueños.
"La mujer del capitán dormía tal como su marido la había dejado: su pelo suave le caía suelto sobre la almohada y tenía a medio cubrir el pecho..."
(Fragmento de la segunda parte)
El soldado Williams esperó fuera de la casa hasta que
las luces llevaban dos horas apagadas. Las estrellas se estaban desvaneciendo y
la negrura del firmamento había cambiado hasta tomar un color violeta profundo.
Sin embargo, Orión se veía aún muy brillante y la Osa Mayor lucía de un modo
maravilloso. El soldado dio la vuelta a la casa y empuñó el picaporte de la
verja. Como suponía, estaba cerrado por dentro. Introdujo la hoja de su navaja
y consiguió levantar el pestillo. La puerta posterior de la casa no estaba
cerrada. Una vez dentro, el soldado esperó un momento. Todo estaba a oscuras y
en silencio. Dirigió a su alrededor una mirada abierta e insegura hasta que se
acostumbró a la oscuridad. Ya estaba familiarizado con la distribución de la
casa: el largo vestíbulo delantero y la escalera dividían en dos el edificio, y
a un lado quedaban el amplio cuarto de estar y, al fondo, la habitación del
servicio. En el otro lado estaban el comedor, el despacho del capitán y la
cocina. En el piso de arriba, a la derecha, había un dormitorio de dos camas y
una alcoba pequeña. A la izquierda había dos dormitorios de tamaño mediano. El
capitán ocupaba el dormitorio grande y su mujer uno de los cuartos al otro lado
del recibidor. El soldado subió con cuidado la escalera alfombrada; se movía
con una cautela premeditada. La puerta del cuarto de La Señora estaba abierta,
y al llegar a ella el soldado no titubeó: entró en la habita- ción tan
silenciosamente como un gato.
Un verdoso y tenue resplandor de luna llenaba la
estancia. La mujer del capitán dormía tal como su marido la había dejado: su
pelo suave le caía suelto sobre la almohada y tenía a medio cubrir el pecho,
que se levantaba pausadamente al respirar. Sobre la cama había una colcha de
seda amarilla, y un frasco de perfume abierto endulzaba el aire con aroma
adormecedor. El soldado se acercó a la cama de puntillas, muy despacio, y se
inclinó sobre la mujer del capitán. La luna iluminaba suavemente sus rostros, y
estaban tan cerca uno del otro que el soldado sentía la respiración igual y
caliente de la mujer. En los ojos serios del soldado hubo primero una mirada de
curiosidad, pero, al cabo de unos minutos, en sus rasgos toscos se fue
despertando una expresión de júbilo. El muchacho sentía nacerle dentro una
dulzura extraña, aguda, que nunca hasta entonces había conocido.
Durante algún tiempo permaneció así, inclinado sobre
la mujer del capitán, casi rozándola. Luego apoyó la mano en el marco de la
ventana para mantenerse en equilibrio y se fue agachando muy despacio hasta
quedar sentado sobre sus talones al lado de la cama. Se balanceaba sobre las
anchas puntas de sus pies, con la espalda derecha y sus manos fuertes y
delicadas apoyadas en las rodillas. Sus ojos estaban redondos como cuentas de
ámbar y sobre la frente le caían los revueltos mechones del pelo.
Carson McCullers (Estados Unidos, 1917-1987).
(Traducido al español por María Campuzano).
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