Ahora se sentía feliz porque cuando las damas distinguidas y los caballeros del mundo del teatro o de las letras lo iban a ver, Bobby se mostraba distante, como una exquisita ama de llaves, y en el momento en que se iban su pilluela simpatía regresaba. Ello era prueba de su intimidad. A veces la llevaba a cenar o al teatro. Cuando se arreglaba, Bobby se vestía con ropas atrevidas y a la moda y se comportaba con la insolencia de una modelo. George iba a su lado, con una sonrisa cariñosa, a la espera de que llegara el momento en que aquellos negros, atrevidos y arrebatadores ojos volvieran a resplandecer, más allá de la lánguida mirada de la mujer que se exhibía para que la admiraran, mostrándole al mundo que se divertía con él, prometiéndole que pronto, cuando regresaran al piso, de nuevo solos, volvería a convertirse en aquella chiquilla encantadora o en la gallarda muchacha desampa- rada.
(...)
George le pidió que se casaran, y ella levantó su pequeña e impecable cara con un gesto de animal asustado y dijo:
- ¿Por qué quieres casarte conmigo?
- Porque me gusta estar contigo, querida. Me encanta estar contigo.
- Bueno, a mi también me gusta estar contigo. -Sonaba inquisitiva. ¿Se lo estaba preguntando a ella misma?-. Es raro -añadió en cockney, riéndose-. Raro pero cierto.
La boda iba a ser discreta, pero se difundió mucho en los periódicos. Poco antes, varios hombres de la generación de George habían contraído matrimonio con mujeres jóvenes. Uno de ellos había tenido un hijo a los setenta. Los diarios lisonjearon a George, y este le contó a Bobby una gran parte de su vida que no había traído a colación antes. Comentó, por ejemplo, que toda su generación había sido más exitosa en los asuntos de amor y sexo que la posterior.
(...)
George hizo el amor a Bobby; ella cerró los ojos y él notó que ella no se sentía en absoluto incómoda. Cuando terminaron la tomó entre sus brazos, y entonces sencillamente regresó, con un incrédulo e impresionante alivio del corazón, a una felicidad que -y ahora le parecía increíblemente ingrato que pudiera haberlo hecho- había dado por sentada durante muchos años. No era posible, pensó, con aquel cuerpo sumiso entre sus brazos, que hubiera podido estar solo durante tanto tiempo. Había sido intolerable. Abrazó el cuerpo silencioso que alentaba y le acarició la espalda y los muslos, y sus manos rememoraron los sentimientos de casi cincuenta años de amor. Podía sentir las emociones memorizadas a lo largo de su vida al recorrer el cuerpo de ella, y su corazón se colmó de un regocijo que le pareció que no había conocido antes, puesto que era el resultado de muchos amores.
Estaba a punto de apoderarse de sus últimos recuerdos cuando ella se apartó con brusquedad, se sentó y dijo:
- Me apetece un cigarrillo. ¿Y a ti?
- Sí, claro, querida, si tú quieres.
Fumaron. Se acabaron el cigarrillo, ella se tumbó boca arriba, con los brazos cruza- dos sobre el pecho, y dijo:
- Tengo sueño -cerró los ojos. Cuando tuvo la certeza de que estaba dormida, George se apoyó en un codo y la observó. Aún había luz, y la curva de su mejilla era amplia y delicada como la de un niño. La acarició con la palma de la mano, mientras ella seguía sumida en el sueño, pero se encogió como un puño; y la de ella, que era blanca e informe como la de un niño, estaba cerrada sobre la almohada, ante su cara.
George intentó abrazarla y ella se alejó hasta el borde de la cama. Estaba profun- damente dormida y su sueño era inalcanzable. No podía soportarlo. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, en el aire frío de la noche primaveral, y contempló los blancos cerezos bajo la luna blanca, y pensó en la gélida chica que dormía en la cama.
Doris Lessing (Inglesa nacida en Irán, 1919-2013).
Obtuvo el premio Nobel en 2007.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario