Por las noches reflexionaba en la cama, excitado, sobre las posibilidades que un hombre rico tenía de llevar a la cama a una mujer pobre, pueblerina y quinceañera además. Creía que eran muchas pero él carecía de la agresividad del hombre rico y Minervina de la sumisión de la mujer pobre. La muchacha, sin grandes palabras ni gestos melodramáticos, le había tenido a raya hasta el momento. Pero, persuadido de que todas las ventajas estaban de su parte, don Bernardo Salcedo tomó un día una viril decisión: atacaría directamente y le haría ver a la chica la necesidad que tenía de sus favores.
Conforme a este plan, una noche de finales de septiembre, subió las escaleras del servicio en camisón, con una lamparita y los pies descalzos, procurando evitar los crujidos de la madera y se detuvo ante la puerta de Minervina. Los latidos de su corazón le sofocaban. La imagen de la muchacha tendida descuidadamente en el lecho, le encalabrinaba. Abrió lentamente la puerta con la luz en la mano y, entre las sombras distinguió al niño dormido en su cunita y a Minervina a su lado, dormida también, respirando pausadamente. Cuando él se sentó en el lecho, la chica se despertó. Sus ojos, muy redondos, estaban sorprendidos más que indignados:
- ¿Qué busca vuesa merced en mi habitación a estas horas?
Don Bernardo carraspeó hipócritamente:
- Me pareció oír llorar al niño. Minervina se cubría el escote con el embozo de la cama
- ¿Desde cuándo se preocupa vuesa merced por los llantos de Cipriano?
Con su mano libre, don Bernardo atrapó audazmente la de Minervina como si fuera una mariposa.
- Me gustas, pequeña, no lo puedo remediar. ¿Qué hay de malo en que tú y yo pasemos un rato juntos de vez en cuando? ¿Es que no puedes repartir tu cariño entre padre e hijo? Vivirás como una reina, Minervina; nada te va a faltar, te lo aseguro. Únicamente te pido que reserves para este pobre viudo un poco de tu calor.
La chica rescató su mano prisionera. La indignación brillaba en sus ojos lilas a la luz del candil:
- Vá-ya-se-de-a-quí -le dijo mordiendo las palabras-. Márchese ahora mismo, vuesa merced. Quiero a este niño más que a mi vida pero me iré de esta casa si vuesa merced se obstina en volver a poner los pies en este cuarto.
Cuando don Bernardo, con las orejas gachas, se incorporó para marcharse, el niño se despertó asustado. Pensó que los ojos de Cipriano le desenmascaraban y entonces interpuso el candil entre él y la cunita, abrió la puerta y salió al pasillo.
Miguel Delibes
(España, 1920-2010).
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