"... mi pequeña gitana infantil, sencilla como un trozo de madera sin trabajar, como el aliento del espíritu de Dios..."
(Fragmento final del capítulo 5)
Después llegó
el día en que volví a casa un atardecer y la gitana no me esperaba; encendí la
luz y durante toda la noche, hasta la madrugada, cada dos por tres salía fuera
a buscarla, pero la gitana no aparecía por ningún lado, y no llegó ni al día
siguiente, ni al otro, ni nunca más. La busqué por todas partes pero jamás la
volví a ver, mi pequeña gitana infantil, sencilla como un trozo de madera sin
trabajar, como el aliento del espíritu de Dios, mi gitanilla que no deseaba
nada más que encender el fuego con la leña que cargaba sobre sus espaldas,
vigas de casas demolidas, vigas grandes como una cruz, no deseaba nada más que
preparar un estofado de patatas y butifarra de caballo, alimentar el fuego y en
otoño soltar la cometa para que volase hacia el cielo. Sólo más tarde supe que
la Gestapo se la había llevado, junto con otros gitanos, a un campo de
concentración de donde no volvió nunca más, la habrán quemado en los hornos
crematorios de Maidanek o Auschwitz. El cielo no es humano pero, por aquel
entonces, yo todavía lo era. Al terminar la guerra comprendí que la gitana ya
no volvería, en el patio de mi casa quemé la cometa con su larga cola que ella
me había ayudado a hacer, ella, cuyo nombre he olvidado. Después de la guerra,
durante mucho tiempo, todavía en los años cincuenta, mi sótano estuvo repleto
de libros nazis; iluminado por la bellísima sonata de mi gitana, prensaba lleno
de entusiasmo toneladas de textos que hablaban de lo mismo, comprimía cientos
de miles de páginas con fotografías de hombres y mujeres y niños extasiados de
alegría, de ancianos, de campesinos, de miembros de las SS, de militares, todos
extasiados de alegría; regocijado metía en la prensa a Hitler y a todo su
cortejo entrando en la Viena liberada, a Hitler entrando en Gdansk, en Varsovia,
en Praga, en París, a Hitler en su casa particular, a Hitler en las fiestas de
la cosecha, a Hitler con su fiel perro lobo, a Hitler en el frente, rodeado de
soldados, a Hitler en un viaje de inspección, examinando el muro del Atlántico,
a Hitler entrando en las ciudades conquistadas de oriente y occidente, a Hitler
inclinado sobre los mapas militares; cuanto más prensaba a Hitler y a las
multitudes delirantes de alegría, más pensaba en mi gitana que nunca fue
víctima del delirio, que sólo deseaba alimentar el fuego y preparar un estofado
de patatas y butifarra de caballo y beber a capricho, y partir el pan como si
fuera la sagrada forma y después mirar las llamas y el resplandor a través de
la puertecita abierta de la estufa, y escuchar el melódico murmullo del fuego,
el canto del fuego que conocía desde su infancia y que la unía a su raza con
lazos rituales, el fuego, cuyo brillo vence al sol y dibuja en los rostros
sonrisas bañadas de melancolía, sonrisas que son el reflejo de la beatitud o,
por lo menos, de lo que era la beatitud en los ojos de mi gitana… Estoy
acostado en la cama boca arriba, desde el baldaquín ha saltado sobre mi pecho
un ratoncito que en seguida se ha escondido debajo de la cama; habré traído
ratoncitos a casa metidos en la cartera o en el bolsillo del abrigo; del patio
sube el olor de los wáteres; seguramente lloverá, me digo, echado en la cama y
sin poder moverme, tan castigado estoy de currelar y de beber, en dos días he
limpiado toda mi cueva a costa de centenares de ratoncitos, bichos humildes que
tampoco deseaban nada más que roer libros, vivir en pequeños escondrijos en
medio del papel viejo, dar vida a pequeños ratoncitos, amamantarlos en sus
madrigueras, ratoncitos agazapados como mi gitanita que dormía acurrucada a mi
lado cuando tenía frío. El cielo no es humano, pero debe haber algo más que el
cielo, la compa- sión y el amor: yo he permitido que se borrasen de mi
memoria y cayesen en el olvido.
Bohumil Hrabal (Chequia, 1914-1997).
Es posible le lectura de la novela completa con este vínculo: Transmillenium.
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