"Tu boca preciosa, ¿qué me dijo? ¿No lo recuerdas? Yo sí. ¿Para qué lo dijiste?"
(Fragmento del capítulo XXVIII)
- ¡Oh!, pobre Tormento -exclamó él con honda amargura-. Si eso pudiera ser tan fácilmente como lo dices... Has dicho que no soy un perverso. ¡Qué equivocada estás! Allá en aquellas soledades, varias veces estuve tentado de ahorcarme de un árbol, como Judas, porque yo también he vendido a Cristo. A veces me desprecio tanto que digo: «¿no habrá un cualquiera, un desconocido, un transeúnte que, al pasar junto a mí, me abofetee?». Y te hablaré con franqueza. Mientras fui hipócrita y religioso histrión y no tuve ni pizca de fe. Después que arrojé la careta, creo más en Dios, porque mi conciencia alborotada me lo revela más que mi conciencia pacífica. Antes predicaba sobre el Infierno sin creer en él; ahora que no lo nombro, me parece que si no existe, Dios tiene que hacerlo expresamente para mí. No, no, yo no soy bueno. Tú no me conoces bien. ¿Y qué me pides ahora? Que te deje en paz... ¿Para qué me mirabas cuando me mirabas?
Ante esta pregunta, el espanto de la medrosa subió un punto más. Las cosas que por su mente pasaron habríanle producido una muerte fulminante si el cerebro humano no estuviera construido a prueba de explosiones, como el corazón a prueba de remordimientos.
«¿Para qué me miraste? -repitió el bruto con la energía de la pasión, sostenida por la lógica-. Tu boca preciosa, ¿qué me dijo? ¿No lo recuerdas? Yo sí. ¿Para qué lo dijiste?».
Ante esta lógica de hachazo, la mujer sin arranque sucumbía.
«Las cosas que yo oí no se oyen sin desquiciamiento del alma. Y ahora, ¿lo que tú desquiciaste quieres que yo lo vuelva a poner como estaba?...».
Benito Pérez Galdós (España, 1843-1920).
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