"... tu rostro -dijo Angélica (…)-, te fue dado por Dios; por tu boca debes agradecerlo a ti mismo."
(Fragmento del primer capítulo del libro II)
Es cierto, la primera flor de la juventud ya había
pasado. Una mirada aguda sería capaz de detectar una arruga aquí y otra allá,
cierta nitidez en sus facciones y la gracia desenvuelta con la que se movía su
noble figura no dejaba ninguna duda de que había rebasado esos años cuando una
joven siempre está girando de un lado al otro y, como un pájaro en una rama,
parece a punto de revolotear rumbo a la vida desconocida, tentadora, hermosa,
del exterior, o por el contrario, observando inquieta alrededor para advertir si
un cazador o trampero se encuentra al acecho.
En todo caso, resultaba difícil
concebir que esa criatura tranquila, reservada y encantadora, hubiera cometido
alguna vez las típicas locuras de una colegiala. Pero tan pronto como comenzó a
hablar y, sobre todo, a reír, su rostro expresivo brilló con alegría juvenil,
sus ojos, que eran un poco miopes, se entrecerraron ligeramente y adoptaron una
mirada traviesa; sólo su boca firme mantuvo una expresión determi- nada y
reflexiva.
- El resto de tu rostro -dijo Angélica desde el primer momento-, te fue dado por Dios; por tu boca debes agradecerlo a ti mismo.
Paul Heyse (Alemania, 1830-1914)
Obtuvo el premio Nobel en 1910.
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