Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 2 de agosto de 2024

Mirándolas dormir: LOS AMORES DIFÍCILES, de Italo Calvino

"Un túnel se les vino encima. La oscuridad era cada vez más espesa y entonces Tomagra..."

La aventura de un soldado

(Fragmentos)

En el compartimiento, junto al soldado de infantería Tomagra, se sentó una señora alta y opulenta. A juzgar por el vestido y el velo, debía de ser una viuda de provincias: el vestido era de seda negra, apropiado para un largo luto, pero con guarniciones y adornos inútiles, y el velo que caía del ala de un sombrero pesado y anticuado le envolvía la cara. Había otros lugares libres en el compartimiento, observó el infante Tomagra; y pensó que la viuda elegiría uno de ellos; en cambio, a pesar de su áspera cercanía de soldado, se sentó justo allí, seguramente por alguna razón de comodidad, se apresuró a pensar el infante Tomagra, una cuestión de corrientes de aire o de dirección de la marcha.
(...)

Y el soldado evocaba con esfuerzo lo que hasta entonces había ocurrido entre él y la viuda tratando de descubrir algo en el recuerdo de la actitud de ella que indicase que condescendía a algo más, y ya volvía a pensar en sus propios gestos como si fueran superficiales e insignificantes, roces o frotes casuales, o como si entrañaran una intimidad decisiva que le impedía, ahora, echarse atrás.

Su mano cedió a esta última forma del recuerdo, porque, antes de que hubiese reflexionado bien sobre lo irreparable del acto, ya superaba el obstáculo. ¿Y la señora? Dormía. Había abandonado la cabeza, con el fastuoso sombrero, contra un ángulo y tenía los ojos cerrados. ¿Debía él, Tomagra, respetar ese sueño, fuese verdadero o fingido, y retirarse? ¿O era un expediente de mujer cómplice, que ya hubiera debido conocer, y por el que debía en cierto modo demostrar gratitud? El punto al que había llegado no le permitía dilaciones, no le quedaba sino seguir adelante.

La mano del infante Tomagra era pequeña y corta, y sus durezas y callosidades estaban bien amalgamadas al músculo haciéndola suave y uniforme; el hueso no se sentía y el movimiento nacía más de nervios, pero con suavidad, que de falanges. Y esa mano pequeña hacía movimientos continuos, generales, minúsculos, para mantener la totalidad del contacto viva y encendida. Pero cuando al fin un primer estremecimiento recorrió la morbidez de la viuda, como un fluir de lejanas corrientes marinas por secretas vías subacuáticas, el soldado se quedó tan sorprendido que, como si supusiera que hasta ese momento ella no se había dado cuenta de nada, como si verdaderamente hubiese dormido, asustado, retiró la mano.

Ahora, con las manos sobre las propias rodillas, estaba encogido en el asiento, como cuando la señora había entrado: comprendió que se comportaba de una manera absurda. Entonces se puso a golpear con los tacones, a desentumecerse las piernas, con lo cual parecía igualmente ansioso por restablecer los contactos, pero aquella prudencia suya era también absurda, como si quisiera recomenzar desde el principio su pacientísima tarea y no estuviera ahora seguro de las ya profundas metas que había alcanzado. ¿Pero las había alcanzado realmente? ¿O había sido sólo un sueño?

Un túnel se les vino encima. La oscuridad era cada vez más espesa y entonces Tomagra, primero con gestos tímidos, de vez en cuando encogiéndose como si estuviera en los primeros avances y se maravillase de su audacia, después siempre tratando de convencerse de la extrema confianza a la que había llegado con la mujer, adelantó una mano temblorosa como una gallinita hacia el pecho de ella, grande y un poco abandonado a su peso, y a tientas trataba de explicarle la miseria y la insoportable felicidad de su estado, y su necesidad, no de otra cosa, sino de que ella saliera de su reserva.

"... a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador..."

La aventura de un matrimonio

(Fragmento)

Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.

En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: «¿Qué tiempo hace?», y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.

A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.

Italo Calvino (Italiano nacido en Cuba, 1923-1985).

(Traducido al español por Aurora Bernárdez).

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