(Fragmento del capítulo 10)
Él se acercó hasta el borde de la meseta. Y allí, a
sus pies, descubrió una figura. Durante un momento terrible creyó haberse
tropezado con un cadáver. Pero sólo era una mujer dormida. Había elegido un
lugar bien extraño, una ancha e inclinada cornisa cubierta de hierba, situada a
unos dos metros por debajo de la meseta que la ocultaba a la mirada del que
pasara por allí, a no ser que, como Charles, se acercara hasta el mismo borde.
Las paredes de yeso de este pequeño balcón natural hacían de él una especie de
solarium, pues el plano más grande estaba encarado hacia el Sudoeste. Sin
embargo, no era un solarium que hubieran elegido muchos, ya que por el borde
exterior la roca caía cortada a pico hasta unas feas breñas situadas doce o
quince metros más abajo. Un poco más allá, el acantilado bajaba casi en línea
vertical hasta la misma playa. La reacción inmediata de Charles fue retirarse
fuera del alcance de la mirada de la mujer. No había visto quién era. Se
detuvo, indeciso, mirando sin ver el espléndido panorama. Iba ya a dar media
vuelta para alejarse de allí; pero la curiosidad le impulsó a asomarse de
nuevo. La muchacha estaba tendida de espaldas, en la actitud de completo
abandono del sueño profundo. Su abrigo había abierto revelando un vestido de
algodón azul añil de línea sobria suavizada únicamente por un cuello blanco. La
cara de la mujer estaba vuelta hacia el otro lado; él no podía verla. Tenía el
brazo derecho doblado hacia arriba, como un niño. A su lado, esparcido sobre la
hierba, un puñado de anémonas. Había en su actitud algo muy dulce y sensual a
la vez; algo que despertó en Charles el lejano recuerdo de su estancia en
París. Otra muchacha, cuyo nombre no conseguía recordar ahora, o tal vez nunca
lo supo, dormía cierta madrugada en su habitación sobre el Sena en aquella
misma postura. Rodeó el curvo borde de la meseta, para situarse de manera que
pudiera ver mejor la cara de la mujer. Y hasta entonces no la reconoció. Era la
mujer del teniente francés. Unos mechones de su pelo se habían soltado y le
cubrían parcialmente la mejilla. En el Cobb le pareció que era castaño oscuro;
pero ahora vio que tenía reflejos rojizos, cálidos, y que estaba exento del
entonces indispensable lustre de la brillantina. A aquella luz, la tez parecía
muy bronceada, casi tostada, como si para la mujer fuese más importante la
salud que conservar la lánguida palidez que imponía la moda. Una nariz
enérgica, las cejas pobladas… La boca no alcanzaba a vérsela. Le molestaba
tener que mirarla cabeza abajo, pues el terreno no le permitía situarse en el
ángulo apropiado.
Permaneció inmóvil, incapaz de hacer otra cosa que mirar,
extasiado por el encuentro inesperado e invadido por un sentimiento extraño -no
era sensual, sino fraternal, tal vez incluso paternal-, que le hacía estar
seguro de la inocencia de aquella criatura, de que había sido expulsada de la
sociedad injustamente y que, a su vez, no era sino una intuición de la
espantosa soledad en que ella vivía. Charles no podía imaginar qué sentimiento,
que no fuera la desesperación, podía llevarla a aquel agreste lugar en una
época en que las mujeres eran semiestáticas, tímidas e incapaces de desarrollar
un esfuerzo físico prolongado. Por fin logró situarse en el mismo borde del
acantilado directamente encima de ella, y desde allí pudo ver que de su rostro
se había borrado toda aquella pena que advirtiera en ella la primera vez;
durante el sueño, su expresión era plácida y hasta parecía querer sonreír. Y
precisamente cuando él había torcido el cuello para verla mejor, ella despertó.
(Párrafo del capítulo 4)
Cuando desperté era bastante tarde. Ella seguía dormida con su morena espalda desnuda vuelta contra mí. Fui a preparar café y lo llevé al dormitorio. Ya estaba despierta y me miraba asomando los ojos por encima de las mantas. Era una larga mirada inexpresiva que rechazaba mi sonrisa y terminó abruptamente cuando se volvió de espaldas y se tapó hasta la cabeza con las mantas. Me senté al lado de ella y traté con estilo muy de aficionado de averiguar qué pasaba, pero ella sujetaba con fuerza la sábana por encima de su cabeza de modo que dejé de jadear y hacer ruidos y volví a mi café. Al cabo de un rato se sentó en la cama y me pidió un cigarrillo. Y luego que le prestara una camisa. No quería mirarme a los ojos. Se puso la camisa, fue al baño y me rechazó con una sacudida del cabello cuando regresó y volvió a meterse en la cama. Me senté a los pies de la cama y la miré mientras tomaba el café.
El coleccionista
(Párrafo del capítulo 1)
Bajé por la mañana, llamé a la puerta y, como de costumbre, esperé unos segundos antes de entrar, pero cuando lo hice me sorprendió mucho ver que seguía en la cama. Se había quedado dormida con la ropa puesta debajo de la manta y durante un instante fue como si no supiera quién era yo ni qué hacía ella en aquel lugar. Yo me quedé allí sin hacer nada, esperando que empezara a insultarme, pero lo único que hizo fue sentarse al borde de la cama y apoyar los codos en las rodillas y agarrarse la cabeza como si todo fuera una pesadilla y ella no supiese qué hacer para despertar.
John Fowles
(Inglaterra, 1926-2005).
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