Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 10 de agosto de 2024

Mirándolas dormir: CORONACIÓN, de José Donoso

"Mario se la imaginó dormida. Y a sí mismo dormido junto a ella, en la cama comprada a plazos para los dos."

(Fragmento final del capítulo 10)

En realidad, lo mejor era no volver al Cóndor. ¡Por culpa de Estela se veía reducido a la suerte de los enamorados! Una marea de odio hacia ella lo dejó estupefacto. ¡No, él no había caído en el garlito! ¿Enamorarse? ¡Eso era para los imbéciles que no conocían a las mujeres! Ahora él las conocía bien. Ésta no era más que una entre las muchas mujeres que iba a seducir, todas iguales. ¿Acaso no siguió cada uno de los pasos de la tan conocida técnica de la seducción, y ella cayó igual que todas? Sí, todas iguales, lo demás era cosa de imbéciles…

- Ay! ¡Me clavé! -exclamó Estela, chupándose el dedo.

Fue como si un aguijonazo hubiera traspasado la carne viva de Mario. La miró sobresaltado. ¡Era linda! ¡Era tan linda! La conciencia de la belleza de Estela, sentada en la tierra cosiendo, abatió como una ola todas las dudas de Mario. ¡Era linda! Las otras mujeres corrían, eran güenas, pero Estela era distinta, porque era linda. El calor de esa mejilla tersa y oscura volvió a la mejilla de Mario, el recuerdo de la dimensión y el peso del talle regresó a sus brazos desnudos, entibiándolos. En un último esfuerzo por escamotear la emoción intentó pensar en otros talles, en mejillas aún más sua- ves… pero era imposible, porque Estela era única, toda la imaginación del muchacho se hallaba entornada hacia ella, y ella la ocupaba entera.

Dentro de pocos minutos iban a separarse. Él volvería a su casa para escuchar los eternos lamentos de la Dora, mientras Estela regresaba a ese caserón helado. Se acostaría a dormir sola, cerca del lecho de una vieja loca, a muchos kilómetros de distancia. ¿Cómo era Estela durmiendo?

- Oye. ¿Tú roncai de noche?

- No… -repuso ella, sin levantar la vista.

Mario se la imaginó dormida. Y a sí mismo dormido junto a ella, en la cama comprada a plazos para los dos. Y pensó en un aparador lleno de vasitos azules y de loza y de banderines. Solos, lejos de René y de la Dora, lejos de Lourdes y de la señora loca. Cuando él saliera a trabajar en la mañana, ella se quedaría cosiendo en la casa y preparando la comida. Y cuando no regresara muy cansado, en la noche irían al cine, no a galería sino a platea alta, ahora que era empleado particular en el Emporio. ¡Estela y todo lo que contuviera esa pieza serían suyos, propios, como el reloj dorado que brillaba en su muñeca!

José Donoso (Chile, 1924-1996). 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario