"Mario se la imaginó dormida. Y a sí mismo dormido junto a ella, en la cama comprada a plazos para los dos."
En realidad, lo mejor era no
volver al Cóndor. ¡Por culpa de Estela se veía reducido a la suerte de los enamorados! Una marea de
odio hacia ella lo dejó estupefacto. ¡No, él no había caído en el garlito! ¿Enamorarse? ¡Eso era para
los imbéciles que no conocían a las mujeres! Ahora él las conocía bien. Ésta no era más que una
entre las muchas mujeres que iba a seducir, todas iguales. ¿Acaso no siguió cada uno de los pasos de la tan conocida técnica de la seducción, y ella cayó igual que todas? Sí, todas iguales, lo demás era
cosa de imbéciles…
- Ay! ¡Me clavé! -exclamó Estela, chupándose el dedo.
Fue como si un aguijonazo hubiera traspasado la carne viva de Mario. La miró sobresaltado. ¡Era
linda! ¡Era tan linda! La conciencia de la belleza de Estela, sentada en la tierra cosiendo, abatió
como una ola todas las dudas de Mario. ¡Era linda! Las otras mujeres corrían, eran güenas, pero
Estela era distinta, porque era linda. El calor de esa mejilla tersa y oscura volvió a la mejilla de
Mario, el recuerdo de la dimensión y el peso del talle regresó a sus brazos desnudos, entibiándolos.
En un último esfuerzo por escamotear la emoción intentó pensar en otros talles, en mejillas aún más
sua- ves… pero era imposible, porque Estela era única, toda la imaginación del muchacho se hallaba
entornada hacia ella, y ella la ocupaba entera.
Dentro de pocos minutos iban a separarse. Él volvería a su casa para escuchar los eternos
lamentos de la Dora, mientras Estela regresaba a ese caserón helado. Se acostaría a dormir sola,
cerca del lecho de una vieja loca, a muchos kilómetros de distancia. ¿Cómo era Estela durmiendo?
- Oye. ¿Tú roncai de noche?
- No… -repuso ella, sin levantar la vista.
Mario se la imaginó dormida. Y a sí mismo dormido junto a ella, en la cama comprada a plazos
para los dos. Y pensó en un aparador lleno de vasitos azules y de loza y de banderines. Solos, lejos
de René y de la Dora, lejos de Lourdes y de la señora loca. Cuando él saliera a trabajar en la
mañana, ella se quedaría cosiendo en la casa y preparando la comida. Y cuando no regresara muy
cansado, en la noche irían al cine, no a galería sino a platea alta, ahora que era empleado particular
en el Emporio. ¡Estela y todo lo que contuviera esa pieza serían suyos, propios, como el reloj dorado
que brillaba en su muñeca!
José Donoso (Chile, 1924-1996).
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